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y resuelto de un modo ciertamente no usado. El
descenso de las voces descendentes, aun en el
color, hasta el Passus et sepultus est, resulta
muy sugestivo y penetrante.
La marcha general de la composición adelanta
hacia el fin con soltura y sonoridad,
singularmente por la disposición de las partes
vocales, siempre informada por el más seguro
resultado de los efectos arquitectónicos y
excitantes. Lo demuestra el poco tiempo del Et
vitam venturi recogido en seis compases, sin
embargo grandiosos y de efecto. El Sanctus se
presenta con un tema diáfano y transparente. Por
fragmentos que se elevan poco a poco, en la escala
aguda, a través de un sentido polifónico, que se
revela cada vez más acentuado y se aproxima a la
tradición palestriniana, se reanima al Pleni sunt
caeli et terra, etc.: que se esparce, se difunde y
se propaga con ímpetu de sonoridad verdaderamente
fascinante, y que se acopla después en el Hosanna,
el cual empieza con un piano que va creciendo
hasta adquirir los más vibrantes acentos. El
Benedictus, de puro estilo homófono, se apoya en
una melodía felizmente ((**It19.419**))
inspirada dada a la parte superior: primero al
tenor, después al soprano. Vuelve por fin el
Hosanna idéntico al primero, y que, quizás, en
esta segunda aparición dejaría desear alguna
variante y mayor desarrollo, como supo hacer el
autor en el Kyrie. Pero el maestro Antolisei se
repone en el Agnus Dei, en el que, por el modo con
que está entretejido, se presenta como una de las
partes más interesantes y sólidas de toda la Misa.
Aun manteniendo en ella las características
fundamentales del trabajo, las que resultan del
uso de los coros cantantes, aquí no sólo se
aproximan las dos falanges, sino que se sobreponen
con resultados estéticos muy afortunados que, en
ocasiones, llegan a la grandiosidad en las líneas
y a la fúlgida resonancia en el color. Con feliz
unidad de criterio, Antolisei, como ya se ha
dicho, se sirve aquí otra vez del tema del Kyrie,
tema que se oye con gusto sobre todo porque es una
frase incisiva y penetrante, que puede aprenderse
y recordarse por el oyente con emoción y deleite.
Diremos también que, al igual de la Missa solemnis
del maestro Pagella toma el signo característico
de la canción del Beato don Bosco: Ah, se cante en
son de júbilo; ésta del maestro Antolisei lleva su
marca del apunte, desde el primer Kyrie, el cual,
aunque no siempre abiertamente, en su misma
característica, noble y severa, serpentea a lo
largo del trabajo.
Apoyándose en una determinada forma, la que se
levanta, como ya se ha dicho, sobre la alternativa
de los coros cantantes (representados en este caso
por las cuatro voces blancas y las cuatro viriles)
la cual podría parecer, tal vez, que va a producir
una uniformidad, que, sin embargo, sabe dominar y
vencer el compositor, recurre al artificio de la
consiguiente casi idéntica respuesta a una primera
proposición hecha por un complejo de tres o
también cuatro voces. Pero no son temas aislados
superpuestos a breve distancia uno sobre otro,
como se acostumbra en la polifonía propiamente
dicha, los que él prefiere, si bien sean temas
sujetos casi siempre por tres o cuatro partes, en
un complejo homófono bien construido. De este modo
el maestro salesiano y romano se acopla, como ya
ha sido dicho, al grupo de aquellos compositores,
que supieron levantar verdaderos monumentos de
arte, desde la segunda mitad del siglo XVII en la
capital del mundo católico; tales, a nuestro
parecer, que pueden colocarse en estética relación
con todo lo que en el orden arquitectónico ya se
había creado siglo y medio antes. Por este hecho,
la Misa del maestro Antolisei, viene a ser un
género de música puramente romano, digno de la más
sincera admiración y de la más probada acogida.
Todo esto, sin reservas ni ambages.
Ciertamente que no todos los coros estarán en
condiciones de preparar e interpretar
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