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hijitos y buenas hijitas. Nos hemos reunido aquí y
nos volveremos a reunir mañana, en una función más
solemne, más grandiosa, precisamente para gozar y
gloriarnos también nosotros con la exaltación y la
gloria de la gran Sierva de Dios. Gloriarnos
también nosotros, porque ello es justo y
obligatorio. La Venerable Mazzarello es de nuestra
familia y nosotros somos de la suya. En la
Comunión de los Santos, en la unión del cuerpo
místico de Cristo, somos todos los fieles, no sólo
hermanos y hermanas, sino miembros del mismo
cuerpo, del mismo organismo sobrenatural que vive
la misma vida de Dios, que se transfunde ((**It19.386**)) en él.
Es natural que hijas y hermanos se honren con la
gloria de la madre y del padre. Y he aquí el punto
de arranque bueno y práctico: gloriarnos de esta
nuestra hermana, es algo que está bien; podemos y
debemos hacerlo; pero ella a su vez, tiene el
mayor derecho, el más alto y soberano para poderse
complacer de nosotros y no tener en nosotros unos
hijos degenerados, sino fieles a la gloria de
aquella Sangre divina, que le ha santificado a
Ella y debe hacernos santos también a nosotros.
Hijos fieles del gran nombre de la familia
cristiana que nos liga a Jesucristo y a todos los
Santos, comenzando por la Inmaculada Virgen María,
debemos obligarnos a honrar, glorificar a esta
gran familia. Que no tenga que avergonzarse jamás
de ninguno de nosotros sino que siempre pueda
gloriarse de nuestra conducta, de nuestra vida
cristiana, que es lo mismo que decir vida santa,
como ha sido la de la gran Sierva de Dios.
No es dada a todos la misma medida de gracia,
pero a todos se les da esta vocación de santidad.
Todos somos llamados a esta santidad, pertenecemos
a una familia de Santos, a un cuerpo santo, y por
consiguiente debemos serlo también nosotros en la
medida de la gracia, que Dios nos otorga, con tal
de que encuentre fe y generosa correspondencia en
nuestra conducta. Que toda nuestra vida, como
diría el apóstol, sea, por tanto, en las obras y
en las palabras, digna del gran nombre que
llevamos, de la gran familia a la que
pertenecemos. Entonces sí que habremos honrado a
esta Sierva de Dios del modo que se espera de
nosotros, y también podrá aplicársenos aquella
gran palabra, una de las más bellas y grandes
pronunciadas por San Pablo: Apostoli gloria
Christi! Palabra singularmente hermosa,
sublimemente grande.
Esta es la vocación de todos los fieles: la de
ser, en la medida que Dios destina a cada uno con
su gracia, gloria de Cristo, lo mismo que lo ha
sido y será por los siglos su humilde sierva María
Mazzarello. He aquí una creatura que con su
nombre, con su fama, con su ejemplo, rueda por
todo el mundo y lo domina, proclamando la gloria
de Cristo, el único que puede cumplir este
milagro: hacer de una humilde mujer, una grandeza
y una belleza moral como para colocarla en lo alto
y obligar al mundo a rendirle todo honor y toda
gloria. Este es, por tanto, el augurio paterno,
como fruto de las grandes solemnidades: pues somos
hijos y hermanos de Santos, seamos también santos
nosotros: aseméjese nuestra vida a la suya,
reproduzca algo de su sublime moral, de forma que
participe en la gran gloria tributada a los
Apóstoles, es decir, ser la gloria de Cristo.
En la función de la mañana siguiente, se llenó
la Basílica de San Pedro por completo. Aumentaron
el brillo de la pompa litúrgica once Cardenales y
treinta y siete Obispos, nueve de los cuales eran
salesianos. El Breve pontificio, que declaraba
((**It19.387**)) Beata
a la Sierva de Dios, resumía su vida y contaba la
tramitación de su Causa. Entre una y
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