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no había cohesión, las resquebrajaduras
desvencijaban cada vez más la trabazón. Para
conjurar una catástrofe se recurrió a inyectar
cemento en todos los puntos de la mampostería,
comenzando por el basamento. Trabajó en ello
durante dos largos años una sociedad especializada
en este género de obras, inyectando cemento hasta
que fueron tapados todos los agujeros y unidas
todas las partes desencajadas. Se emplearon seis
mil quintales de cemento.
El otro contratiempo se manifestó, cuando la
primera fase de los trabajos casi estaba
acabándose y se aproximaba la fecha de la
inauguración. Las columnas que aguantaban el mayor
peso de la parte ampliada presentaban cerca de los
capiteles señales de resquebrajaduras, como
consecuencia de una carga excesiva o de la poca
cohesión que a menudo se encuentra en el mármol
fuertemente coloreado. Es fácil de imaginar la
preocupación del Ecónomo y del arquitecto, que
tuvieron que proveer sin demora otras veinte
columnas de mármol más compacto y colocarlas en el
lugar de las primeras, una tras otra y con
infinitas y arduas cautelas. Uníase a este enojoso
asunto el molesto pensamiento de mantener secreta
la cuestión, a fin de que no se trasluciese y
suscitase imprudentes alarmas, con peligro de
crear desconfianza en el público. En tal apuro
resultaron muy provechosos los consejos de dos
celebridades en el campo de la ingeniería. Gracias
a ellos, la diligente actividad de los que
dirigían los trabajos, no sólo alejó oportuna y
eficazmente el peligro, sino que, con el cambio de
mármoles, añadió nuevo mérito y ornamento a la
obra. Cuando se pidió, al fin, a los ilustres
peritos que presentaran sus honorarios, ambos
respondieron que se sentían muy satisfechos y
honrados por haber servido a don Bosco. Se trataba
de los profesores Antonio Giberti de Turín y
Arturo Danusso de Milán.
Con ritmo aceleradísimo en las últimas semanas,
diose casi por acabada la parte que se deseaba
para las fiestas ((**It19.379**)) del
cincuentenario, cuya celebración se quería
conmemorar el nueve de junio, por coincidir con el
septuagésimo aniversario de la dedicación del
templo.
Los que iban con frecuencia a la iglesia
respiraron, al ver que empezaban a quitar los
andamios que la ocupaban desde hacía tres años, y
a desclavar las vallas, que cerraban la capilla de
don Bosco, levantadas a lo largo de los muros a
decorar. Y experimentaron la mayor satisfacción
cuando se empezó a destruir la pared provisional
de detrás del altar mayor, también provisional,
que subía desde el pavimento hasta la bóveda y, a
manera de un inmenso telón, escondía a los ojos
del público la febril actividad de los
trabajadores dentro
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