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ventanal de la izquierda, Pío IX, en el Vaticano,
entrega a don Bosco las Reglas aprobadas de la
Sociedad Salesiana; en el de la derecha, Pío XI en
la basílica de S. Pedro coloca al Siervo de Dios
en el número de los Santos. Basta observar la
piadosa expresión de cuantos ininterrumpidamente
se detienen ante el altar, para decir que allí el
arte ha alcanzado plenamente el nobilísimo fin que
del mismo se podía esperar.
Era preciso que todo el ambiente, es decir, el
resto del sagrado lugar estuviese en armonía con
un monumento de tanto valor; de otro modo se
habrían recordado los versos de Horacio del borde
de púrpura flamante cosido sobre una tela raída.
Por eso era necesario, no sólo decorar mejor la
iglesia, sino también agrandarla, de modo que
tuviese el aspecto y las dimensiones convenientes
para un santuario de fama mundial.
El culto de San Juan Bosco, popularísimo y
extendido, junto al de María Auxiliadora,
aumentaba la afluencia de devotos y se preveía que
aumentaría sin medida con el andar del tiempo. Se
recordaban las palabras del Santo en la primera
circular, con la que en 1864 había pedido ayuda a
toda Italia para levantar el sagrado edificio.
Escribía él entonces: <((**It19.375**)) Esto
es precisamente lo que yo mismo contemplo con
dolor>>.
El mismo sentimiento experimentaron sus dos
últimos sucesores don Felipe Rinaldi y don Pedro
Ricaldone al ver cómo, en muchas ocasiones
resultaba demasiado angosto el lugar para
satisfacer convenientemente la piedad de la gente,
y sobre todo pensando que la estrechez sería cada
vez mayor con el andar del tiempo. De donde nació
el atrevido plan de poner manos a la empresa de la
ampliación.
El problema, arduo por sí mismo, de aumentar la
capacidad de un edificio completo en todas sus
partes, resultaba más difícil por la limitación de
los espacios utilizables y la voluntad de no
cambiar el crucero interior, original del
arquitecto Spezia, tal y como lo había aprobado
don Bosco, y también por la intención de no
suprimir la asistencia diaria de los setecientos
muchachos internos a las sagradas funciones, como
don Bosco había querido. Se superaron tan
maravillosamente estas dificultades, que la
ampliación, que costó tres años de trabajo, parece
hoy no sólo armoniosamente unida al santuario,
sino hecha a la par del mismo. En efecto, quien
conocía la iglesia y la vuelve a ver al presente
queda sorprendido desde el primer momento, porque,
después
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