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y que en sus oratorios se rezaba por la vida y la
victoria del Rey, de quien fue súbdito fiel; pero
él estaba completamente absorbido en su misión y
se le considera por encima de todo como un siervo
de la Iglesia, un ministro de Dios.
En el contraste entre la Iglesia y el Estado no
tenía alternativa; sino que en este tema fue uno
de los que no contribuyeron a agravar la
discordia, más aún, se ingenió eficazmente para
atenuarla en el momento de la más grave tensión,
convirtiéndose en honrado mediador entre la Curia
y el Gobierno.
El conflicto entre la Iglesia y el Estado era
inevitable, porque nuestra unidad debía cumplirse
en Roma, pero debía hacerse enseguida como una
necesidad y no como un pretexto buscado para
atacar aquella ((**It19.360**)) fe que
constituía en el pueblo un fundamento de la unidad
que se quería conseguir. Hoy, cuando el tiempo ha
calmado las pasiones y restablecido los valores,
debemos admitir que, por una y otra parte; se
envenenó la cuestión más de lo debido y hasta
podemos afirmar que no eran los de ingenio más
alto los que se esforzaron por hacer definitiva
una discordia necesaria, pero superable, y tan
superable que se logró en cuanto la Nación tuvo
conciencia de su fuerza y su destino.
Don Bosco contribuyó más de lo que pueda
imaginarse a evitar lo irreparable y no sólo
auguró la conciliación, sino que la predijo con un
poder adivinador que hace creer en la profecía.
Desde Dante, todas las personas eminentes
condenaron la superposición de los dos poderes,
pero igualmente suplicaron que se alejase la
contienda. La historia demuestra que nuestro
pueblo fue grande y poderoso, aunque dividido,
mientras la fe fue viva y sincera, mientras su
vida religiosa y su vida civil se desarrollaron en
fecunda armonía; entonces surgieron a la par los
soberbios palacios y las sublimes catedrales que
ilustran nuestras ciudades, las cuales, en el
esplendor de las armas y las artes, en la riqueza
de las industrias y del comercio tenía cada una la
fuerza de crear el Estado y el valor de soñar el
Imperio.
Cuando se oscurece la fe y Roma decae, empiezan
nuestra esclavitud y nuestra miseria: los tres
últimos siglos fueron los más tristes y oscuros de
nuestra historia, porque la Iglesia, asechada en
su verdad y amenazada en su conjunto, se cierra en
sí misma apartándose de todo lo que primeramente
había impulsado y ayudado, mientras por otra parte
se pierde el sentido de lo divino que es
igualmente necesario en la vida de los individuos
y en la política de los Estados. Gioberti está en
lo cierto cuando señala en el progresivo recíproco
apartarse de la política y de la religión la causa
principal de nuestra debilidad, de nuestra
enfermedad. La protesta, que fue una rebelión en
Roma, no podía venir más que de un pueblo que
nunca fue conquistado por las armas y que por
demasiado poco tiempo estuvo sometido a la fe de
Roma. Pero nosotros no podemos, sin renegar y
atacarnos a nosotros mismos, desterrar de nuestra
vida y mucho menos cancelar en nuestra historia
esa religión que es católica por ser romana; por
eso, los que pretendieron ignorarla se equivocaron
lo mismo que los que quisieron suprimirla.
El Duce ha hecho muchas cosas grandes: ha
sacado al pueblo de la oscuridad y a la tierra del
cenagal; ha creado institutos y fundado ciudades;
ha extendido nuestro dominio y renovado nuestro
poder; pero hasta aquí su más alta inspiración y
su más grande obra ha sido la conciliación. Este
ha sido el suceso nuevo de nuestra época, el fruto
maduro de una y otra victoria; porque la
conciliación presuponía en el pueblo la conciencia
de que la guerra le ha restituido y en el Estado
la autoridad que le ha dado el Fascismo. Así se ha
restablecido en Roma una armonía que ((**It19.361**)) se
reflejará en el mundo destinado a rodar en torno a
dos llamas que le dan nombre y esplendor.
(**Es19.298**))
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