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casi sin darse cuenta de ello; sabía que la vida
es algo muy serio y que puede ser algo grande, sin
necesidad de dramatizarla. Se encontró con
adversidades, conoció amarguras y sufrió
atentados, pero no se consideró nunca una víctima,
ni tomó los aires de un héroe: cuando estuvo en
peligro le guardó y le salvó un pobre perro gris,
porque en su vida todo debía ser sencillo y
creíble.
Cada edad ha tenido los Santos que necesitaba:
y así se suceden en la Iglesia los místicos y los
guerreros, los Santos de la meditación y la
oración, de la penitencia y del éxtasis, de la
doctrina y de la acción. El es el Santo de la vida
vivida en la multiplicidad y en la actualidad de
sus aspectos y sus necesidades: es el Santo de
nuestro tiempo, mudo en su pena y oscuro en su
grandeza; es el Santo de nuestro pueblo seguro en
la fe y tranquilo en sus obras.
Don Bosco emprendía la construcción de sus
iglesias y sus casas, cuando apenas si tenía el
suelo, porque era un campesino y sabía que la
cosecha está en las manos de la Providencia y todo
está por sembrar, es decir, por cumplir un acto de
fe. Hizo sencillamente las cosas más
extraordinarias: con la misma naturalidad iba a
curar leprosos en el lazareto de San Donato, que a
predicar contra los herejes en la iglesia de
Viarigi; con la misma familiaridad se entretenía
con los presos, que hablaba con los niños. En todo
era hijo de este pueblo para el cual la guerra ha
sido una faena como las demás y todavía hoy habla
de ella como si hubiera ido a un trabajo más
lejano; de este pueblo que no poseía nada, que
apenas si tenía la tierra donde caerse muerto y se
comportaba como si llevara la victoria en la mano.
Sus dotes de intuición, practicidad, laboriosidad
y prudencia son las típicas de nuestra gente más
genuina, que es la del campo. Campesino es su
gusto por las fiestas colectivas que se llaman
<> (función, feria) y en las que el pueblo
se reúne para proveerse a la vez de las cosas del
mundo y de las de Dios. Había aprendido sobre todo
de su gente el respeto al tiempo, que es sagrado,
que no puede perderse sin pecar y por esto pudo
hacer tantas cosas para las que parece increíble
le haya bastado una vida.
La Iglesia, en el proceso para la canonización,
ha examinado algunos de sus milagros de curaciones
obtenidas por encima de toda explicación y
esperanza; pero el milagro vivo y perenne es su
propia obra, que se ha extendido por todo el mundo
con una rapidez y una fecundidad que no tienen
explicación a base de suerte únicamente y tampoco
de virtud. En ellas está ((**It19.358**)) la
mano de Dios. En el oscuro cobertizo donde el
Obispo hubo de quitarse la mitra para poder estar
de pie, levantó un templo para muchísimos fieles;
la pobre casa donde recogió a los primeros
muchachos se convirtió, a la vista de todos, en
ciudad del estudio y la oración, de donde partían
sus hijos hacia todos los caminos de la tierra.
Hoy se cuentan sus iglesias por centenares y por
millares sus casas y todas han sido construidas
por su voluntad, todas iluminadas por su fe.
Porque el Santo vive y actúa como antes, más que
antes, y rara vez se vio una Orden que conservara
con tanta fidelidad y prosiguiera con tanta suerte
el espíritu y la misión del fundador.
Está cubierto de significados y de advertencias
el hecho de que se haya realizado este milagro y
se repite cotidianamente en una edad tan
progresista que se avergüenza de la fe y tan
refinada que se complace en la superstición, en
una edad que tiene miedo de todo y no cree en
nada. Evidentemente hay fuerzas que no se conocen
y valores que se han olvidado, cuando un pobre
sacerdote ha podido crear esta obra inmensa, que
no se compone solamente de casas construidas, sino
de almas inspiradas; y es precisamente este
renovarse y extenderse de vocaciones y entregas lo
que hace pensar.
Nuestro Santo invita a meditar, no sólo por el
tiempo en que vivió y trabajó, sino
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