((**Es19.295**)diferenc
ia de muchos compiladores de doctrinas y
fundadores de escuelas que permanecieron ajenos al
corazón de la juventud. Su acción puede resumirse
en estos principios: ((**It19.356**))
divertir para instruir y asistir para educar:
estimular el interés para fijar la atención,
cubrir las necesidades de la vida para recordar
las promesas eternas y serenar la mente por todos
los medios para dejar libre el corazón, porque la
juventud debe estar alegre ante todo. Don Bosco
sabía que estar alegres es la condición más que el
modo de servir a Dios; ya siendo estudiante en
Chieri, fundó la sociedad de la alegría, con la
intuición de que, singularmente en los jóvenes, la
tristeza es casi siempre fruto de los malos
pensamientos. El quiso que en su escuela reinase
soberanamente la alegría que hace descansar la
mente y la dispone para estudiar y libera el
corazón preparándolo para la oración, porque de la
felicidad nace la gratitud, que es el principio
del amor, lo mismo que la esperanza es la
sustancia de la fe.
El demostró que el maestro no solamente debe
enseñar y vigilar, sino compartir la vida de los
muchachos, mezclándose en sus juegos, en sus
conversaciones, lo cual facilita la función sin
comprometer el prestigio. El que entra en una casa
de don Bosco a la hora del recreo, queda
sorprendido al contemplar a los religiosos jugando
con los muchachos y observar que reina una alegría
total, porque allí nadie se considera forastero.
Hace días, andaba yo por una calle silenciosa
de Roma y pensaba en el Santo y en su obra, cuando
me sorprendió un alegre vocear, en el que me
pareció reconocer el griterío que se extendía por
todas las calles que rodeaban el viejo oratorio de
San Andrés. Pasaba junto a un huerto cerrado entre
las casas y enseguida me di cuenta de que no eran
niños, sino pájaros que atestaban los árboles
hasta la punta y saludaban a coro al sol poniente.
Sin buscarlo, había encontrado a quién comparar la
alegría de los hijos del pueblo en las casas que
el Santo ha construido para ellos.
Fue precisamente la ruidosa alegría de sus
muchachos la causa de que don Bosco encontrase
tantas dificultades para lograr un lugar fijo a su
primitivo oratorio, porque no pueden soportar el
ruido de una fiesta los que no participan en ella;
y así le tocó pasar sucesivamente desde la
Residencia Sacerdotal de S. Francisco al
hospitalillo de Santa Filomena, desde la Capilla
de San Martín, junto al Dora, hasta la iglesia de
San Pedro ad Víncula al lado del cementerio y
volver a plantar por algún tiempo su mística
tienda en medio de un prado, antes de establecerse
en aquel cobertizo de Valdocco donde podía oír en
sueños: <>.
Era la Pascua del año 1846 y el joven sacerdote
soñaba la gloria que es atributo de Dios: pero en
su humildad no podía pensar que en la Pascua del
año 1934 habría alcanzado en Roma la gloria de los
Santos, y que su urna habría sido seguida por un
cortejo de príncipes y pueblo por las mismas
calles de la ciudad de Turín, donde él pasaba en
medio de los muchachos, incomprendido por muchos y
burlado por otros.
Porque su idea dominante fue tenida por locura
y se dudó de su sano juicio, mientras él no hacía
nada que pudiera confirmar la sospecha. En vano se
buscaría en su vida uno de esos momentos de
violencia mística, uno de esos gestos de divina
locura atribuidos ((**It19.357**)) a
otros santos. En él todo resulta sencillo y llano:
le mueve el amor, sin agitarlo, y le ilumina la fe
sin inflamarlo, pero su amor es inagotable y su fe
absoluta. Para esta fe no hay nada más fácil que
el imposible, nada más natural que lo maravilloso
y su vida fue un continuo sucederse de sueños.
Rezaba en sus iglesias y vivía en sus casas, antes
de haberlas construido, porque las había visto en
sueños y continuaba viéndolas, más aún, creyendo
en ellas.
Poseía y practicaba en grado heroico todas las
virtudes, pero sin demostrarlo y
(**Es19.295**))
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