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de todos los medios para levantarse sobre el suelo
y lograr ver la parte más majestuosa del
larguísimo desfile. Muchas madres colocaban el
paraguas sobre la cabeza de los soldados mientras
los chiquillos se colaban hasta primera fila
escondiéndose hábilmente bajo los capotes
militares. Un entusiasmo delirante, una fe
ardiente, gritos de invocaciones y vítores
escalaban los cielos. Era el espacio más triunfal
de todo el recorrido. Hacia las siete y media
apareció la urna en la Plaza de María Auxiliadora.
La Basílica, iluminada como por encanto hasta la
estatua de la Virgen en lo alto de la cúpula,
quedaba envuelta en un mar de luz multicolor,
mientras las campanas daban rienda suelta a sus
tañidos de gloria y, desde el interior, las notas
del órgano entre armonías de júbilo, parecían
pedir el ingreso de don Bosco que la muchedumbre
humana quería, en cambio, detener todavía ante sus
ojos, insaciables con la magnífica visión.
La entrada en la Basílica fue el triunfo final.
Estaban colocados en sus respectivos bancos los
Arzobispos y Obispos, abarrotaban el templo
Autoridades y Clero, los Cardenales en el trono, y
dos Príncipes de la Casa de Saboya en el
presbiterio: esperaban para recibir, con el
representante del gobierno italiano, los restos
gloriosos del Santo. El príncipe Adalberto de
Saboya-Génova, duque de Bérgamo, había llegado
exprofeso de Milán para honrar a don Bosco con su
presencia y su afecto; y la princesa María
Adelaida de Saboya-Génova representaba con Su
Alteza a toda la Casa Real. La Comisión Central de
Damas Protectoras de las Obras Salesianas ocupaba
su propia tribuna junto al altar de San José.
Una vez depositada la urna delante del altar
mayor, pasó el Cardenal Fossati a la sacristía
para revestirse con los ornamentos sagrados y
volvió al altar para impartir la bendición
eucarística. Contemporáneamente subió al balcón de
la Sociedad Editora Internacional el Cardenal
Hlond, para impartirla a la multitud apiñada en la
avenida Regina Margherita y especialmente en el
Rond_.
Después del canto del Iste Confessor y del
Tantum ergo el Cardenal ((**It19.340**))
impartió la triple bendición desde el altar mayor
y desde allí fue procesionalmente hasta la puerta
de la Basílica para darla de nuevo a la multitud,
que se recogió en el más religioso silencio, al
sonido de la trompeta. Fueron unos instantes de
emoción, de adoración, y después estalló un
fortísimo grito de <<íViva don Bosco!>>. Y el coro
de la inmensa turba, animado por los muchachos,
desfogando el entusiasmo por su Santo, se desató
en un canto de bendición y agradecimiento a Dios.
Al Bendito sea Dios siguió el himno del Santo y
después himnos y más himnos sin cesar, mientras
gran parte de los turineses volvía a sus casas y
los peregrinos, preocupados por la hora de la
partida, se apresuraban a tomar diversos medios de
transporte para llegar a pueblos distantes horas y
horas de viaje. Se organizó inmediatamente el
acceso a la iglesia para la multitud que se
agolpaba a la puerta; y así, hasta muy avanzada la
noche, millares y millares de peregrinos pudieron
desfilar ante la urna para besarla y hacer una
oración.
Mientras tanto, los Augustos Príncipes,
obsequiados por el Rector Mayor, por las
Autoridades y los Superiores, atravesaron en coche
el patio interior, entre las aclamaciones de los
muchachos, y dejaron la Casa Madre de don Bosco
Santo. Renováronse las aclamaciones a la partida
del Arzobispo y de los Príncipes de la Santa
Iglesia y saludaron con muestras de sentido
homenaje al embajador conde De Vecchi.
El Representante del Gobierno comunicó aquella
misma noche sus impresiones a La Stampa, diciendo
entre otras cosas: <(**Es19.282**))
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