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((**Es19.250**) un amable saludo, terminando con los auspicios de que, a no tardar, se restaurase en la nueva iglesia la Capilla papal que se acostumbraba celebrar en Roma antes de 1870 el 24 de mayo, en la fiesta de María Auxiliadora. La comunicación de aquel augurio suscitó abundantes aplausos, que se renovaron al aparecer don Pedro Ricaldone en el palco. Se presentaba para manifestar el agradecimiento de todos los Salesianos al Padre Santo Pío XI y ((**It19.299**)) a cuantos con su Santidad habían concurrido a la exaltación del nuevo Santo. Estas fueron sus palabras. El epígrafe que en este instante aparece ante nuestros ojos, fija en el mármol la histórica fecha de la canonización de nuestro Fundador y Padre San Juan Bosco, deja grabado con caracteres indelebles el nombre del Pontífice que lo elevó a los sumos honores, y manifiesta y manifestará perpetuamente la gratitud de los hijos al augusto glorificador de su Padre. Verdaderamente es una fecha histórica la de esta canonización por todo lo que la ha precedido, acompañado y seguido. La precedió una expectación intensa y mundial, cargada de simpatía, reconocimiento y admiración. La figura de don Bosco, tan querida en vida, se mantiene todavía así en el recuerdo de quien le conoció y se presenta a la mente de quien nunca le vio, aureolada de una bondad serena, indulgente y bondadosa, cuyo atractivo no se resiste. Además, los frutos de su obra providencial mueven toda suerte de personas a bendecir su multiforme caridad, que esparce por doquiera el bien en favor de la sociedad y especialmente de las almas juveniles. Y, ante el árbol gigantesco crecido en poco tiempo como el granito evangélico, los estudiosos de los fenómenos sociales, los historiadores y hagiógrafos ven en él un sagaz precursor que, separando nova et vetera (lo nuevo y lo viejo), dejó algunas formas de actividad y de apostolado, restauró otras y creó algunas completamente nuevas. Por todo lo cual resulta que las diversas fases de su Causa, tan compleja como su vida, eran seguidas por miles y miles de corazones. Y, ícuántas plegarias, cuántos votos para que la voz infalible del Vicario de Cristo publicase desde lo alto de la cátedra de verdad lo que era el íntimo convencimiento de innumerables eclesiásticos y seglares, por doquiera la Iglesia Romana ha puesto sus lares! Y en cuanto sonó la hora gloriosa de la proclamación, qué de circunstancias ajenas se presentaron para hacer más memorable la fausta fecha. Un jubileo de excepcional grandiosidad estaba para clausurarse en el solemne día de Pascua: todo el mundo había respondido a la invitación del Pontífice con afecto inaudito, durante todo un año. La misma Santidad de Pío XI quiso que la clausura quedara marcada con algo fuera de lo ordinario, con un rito que, a más de recoger el unánime consentimiento del mundo católico, diera lustre proporcionado a la ceremonia de costumbre. La Providencia, que guía con mano invisible los sucesos humanos, condujo las cosas de tal manera que la Iglesia, Madre de Santos, pudiera glorificar ante los ojos de todas las gentes la santidad de un hijo, a quien todos los pueblos de la tierra tributaban cordial homenaje de afecto y veneración. Es un hecho innegable que la apoteosis de don Bosco en un momento tan característico ha recibido el aplauso de toda Nación quae sub coelo est (situada bajo la capa del cielo), como si cada una reconociera en él un noble origen de su propia sangre, y por eso el año de las innumerables y (**Es19.250**))
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