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sino que interviniese con todo el decoro del
Régimen Fascista. Por eso, cuando alguien propuso
el <> 1 para las honras públicas,
respondió Mussolini que para don Bosco se requería
el Capitolio y declaró que él mismo asistiría.
Así fue cómo el día dos de abril por la tarde
reinaba una gran animación que crecía por
momentos, en el histórico collado. Los balcones
estaban engalanados con tapices y brocados como en
las más solemnes ocasiones. El salón de Julio
César, destinado a la ceremonia, estaba
severamente tapizado con los colores de la Urbe;
plantas ornamentales de singular hermosura
alegraban la vista. Junto a la mesa de la
presidencia estaban dispuestos los asientos para
el Duce y las Jerarquías, a los lados estaban los
de los miembros del Sacro Colegio, que honrarían
la reunión.
La sala se llenó de gente muy pronto: era un
público multiforme y selectísimo. Solamente
entraron los invitados con tarjeta especial del
Gobernador de Roma. Acudieron el Presidente del
Senado, Federzoni, con su esposa; el Presidente de
la Academia de Italia, Marconi, con su señora; el
Nuncio Pontificio ante el Quirinal, Borgoncini
Duca; el Ministro de Educación Nacional, Ercole;
el Duque del Mar, Gran Almirante Thaon de Revel; y
académicos, senadores, diputados, generales, los
alcaldes de Turín y de Castelnuovo, Prelados y
Autoridades de la Ciudad del Vaticano, Obispos y
Superiores o representantes de las órdenes
religiosas y monásticas. Cuando la selecta
asamblea estaba al completo y ofrecía un ((**It19.287**)) golpe
de vista magnífico, entraron desde una sala
contigua cinco Cardenales cubiertos con la
púrpura: Pedro Gasparri, ornado con el Collar de
N. S. de la Anunciación, Enrique Gasparri,
Fumasoni-Biondi, Fossati y Hlond. Unióse a ellos
el Príncipe Chigi, Gran Maestro de la soberana
Orden de Malta.
La ceremonia debía empezar a las cuatro: a la
hora en punto apareció el Duce, saludado por una
larga y fervorosa demostración de homenaje. Junto
a él se situaron, entre otros, el gobernador de
Roma, Príncipe Boncompagni, nuestro Rector Mayor
don Pedro Ricaldone y el Embajador de Italia ante
la Santa Sede, Conde De Vecchi, orador oficial.
Apenas cesó la ovación, se levantó éste a leer
su discurso, que fue escuchado atentamente desde
el principio al fin. Planteó así el tema:
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