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encargados de presentar los donativos rituales.
Consisten éstos en cinco gruesas velas de cera
virgen, adornadas con el escudo papal, dos grandes
panes, un barrilito de vino y otro de agua, dos
jaulas doradas con dos tórtolas en la primera y
dos palomas en la segunda, y una tercera plateada
con unos lindos pajaritos. Formando un pequeño
cortejo se acercaron al trono todos los
mencionados, mientras la Capilla interpretaba un
precioso Oremus pro Pontifice nostro Pio, de
Perosi. Las ofrendas fueron presentadas al Papa
por manos de los tres Purpurados. Naturalmente son
donativos simbólicos. Las siete velas simbolizan
los Santos, verdaderas lámparas del Santuario, que
iluminan el mundo con el esplendor de sus
virtudes; los panes recuerdan ((**It19.276**)) la
Eucaristía, el vino simboliza el calor de la
caridad, el agua rememora las tribulaciones que
afligen la vida de los justos, y los volátiles
representan algunos requisitos de la santidad: las
tórtolas la pureza del corazón, las palomas la
fidelidad a Dios, los pajaritos el desprendimiento
de los bienes de la tierra con las alas de las
esperanzas celestiales.
Después de las oblaciones, volvieron los
oferentes cerca del altar, mientras el cortejo
papal acompañaba de nuevo al Pontífice para
proseguir la Misa. Al Prefacio los dos Cardenales
más jóvenes del orden presbiteral, los
Eminentísimos Serafini y Dolci, subieron las
gradas del altar y se colocaron a los lados del
mismo hasta el Pater noster, para figurar a los
dos Angeles que aparecieron sobre el sepulcro del
Señor al anunciar la gloriosa Resurrección.
Fue un momento sublime el de la Consagración.
Cuando los cantores acabaron el Sanctus, se oyeron
las secas órdenes de <<íatención!>> a los del
pelotón de la Guardia Noble formados a los lados
del altar y a las otras secciones armadas
distribuidas por la iglesia; resonaron agudos
toques de trompeta en la plaza, que daban el mismo
aviso a las tropas vaticanas e italianas allí
dispuestas. Los altavoces difundían en tanto la
melodía incomparable del Largo de Silveri, que
tocaban las trompas de plata. Mientras el Papa se
disponía a proferir las palabras sacramentales, la
Guardia Noble se hincó de rodillas. Prodújose
entonces un hecho de inexplicable grandeza: todo
el pueblo prosternado y absorto en un idéntico
pensamiento de fe adoraba en silencio tan
absoluto, que el espíritu casi se sentía oprimido:
todas las miradas estaban fijas en el altar; el
clero oficiante y asistente estaba unido en
oración al papa. El Vicario de Cristo se inclinó
dos veces sobre la mesa y consagró primero el pan,
después el vino; elevó a lo alto la Hostia, elevó
el Cáliz, volviéndose a la derecha y a la
izquierda para presentarlos a la adoración de los
fieles. La inmensa multitud siguió
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