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Prelado auditor de la Rota revestido con
ornamentos de subdiácono llevando la Cruz papal,
entre siete acólitos votantes de la Signatura con
candelabros de cirios encendidos y junto a él dos
Maestros Ostiarios de la Vara roja, dos
subdiáconos apostólicos entre un diácono y un
subdiácono griegos; después los penitenciarios de
la Basílica con casulla blanca, precedidos de dos
clérigos ((**It19.266**))
sosteniendo unas largas varas adornadas con
laurel; a continuación los Abades mitrados, abades
nullius, Obispos, Arzobispos, Patriarcas con
pluvial blanco y mitra blanca. Eran éstos ochenta
y tres, quince de los cuales salesianos. Por
último veintidós Cardenales revestidos con
dalmática, casulla o pluvial, según que
pertenecieran al Orden diaconal, presbiteral o
episcopal. íY finalmente el Papa!
Apareció en lo alto, sobre la silla gestatoria,
bajo un amplio baldaquín, al lento ondear de los
flabelos o grandes abanicos, como una blanca
visión del cielo. Lo acogió un solo grito en
muchas lenguas:
íViva el Papa! El palmoteo de los aplausos era tan
fragoroso que casi cubría el sonido de las
campanas y las marchas de las bandas militares. El
Papa avanzaba, pasaba lentamente, sonriendo y
bendiciendo. Con la mano izquierda, recubierta con
un pañuelo de seda, sostenía el cirio encendido y
con la derecha en alto impartía bendiciones con un
amplio gesto, en el que parecía querer abrazar al
universo mundo.
A los lados de la silla gestatoria procedían
majestuosamente altos personajes de la Corte
pontificia; a los cuatro lados los Suizos con el
morrión, la coraza y las espadas representando los
cuatro Cantones helvéticos; seguía otro denso
grupo de dignatarios pontificios. Y cerraba el
cortejo un piquete de la Guardia Palatina.
Subió el Papa la escalinata. Los rayos del sol
lo envolvieron, mientras voces innumerables no
cesaban de aclamarlo cariñosamente.
Dentro de la Basílica esperaba otra multitud con
todas sus ansias: una multitud de pueblo,
autoridades y jóvenes. Al aparecer el Papa en el
atrio, sonaron las trompetas de plata, cuyas notas
eran recogidas y transmitidas a la plaza por
poderosos altavoces. Fue ésta otra novedad, pero
inferior todavía a otra más extraordinaria, a la
transmisión por radio de toda la ceremonia, de la
que gozaron cuantos quisieron hasta los últimos
confines de la tierra.
El estandarte de don Bosco ya había levantado
en la Basílica grandiosas aclamaciones, que
llegaron al delirio cuando la multitud de
muchachos concentrados en el crucero vieron la
imagen querida del Padre; pero al ingreso del
Papa, apenas ((**It19.267**))
resonaron las primeras suavísimas notas de la
marcha de Longhi, toda la colosal Basílica pareció
sacudida por el inmenso fragor de setenta mil
voces que no
(**Es19.223**))
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