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((**Es19.20**) cristianos de Corinto 1: Omnibus omnia factus, ut omnes facerem salvos (Hecho todo para todos, para ayudarles a salvarse). La importancia de la aplicación reside en que, en esas pocas palabras vemos definido a don Bosco: como hombre hecho todo para todos, para salvarlos. Las existencias grandes y eficaces son siempre unas; a la unidad se reduce su actividad aunque ésta sea multiforme. Sólo con esta condición se desarrolla útilmente la energía de un hombre, si no se desparrama en muchas cosas. Don Bosco quiso ser salvador de almas. Y fue coherente con tan apostólico programa, sin aspirar a nada más y sin preocuparse de ninguna otra cosa, en ninguna de las empresas en las que puso sus manos. Hacia esa única finalidad se dirigieron sus pensamientos, sus palabras, sus acciones. En ella, en fin, hay que buscar la síntesis de toda su extraordinaria y variadísima fuerza de trabajo. ((**It19.12**)) En la iglesia de María Auxiliadora hubo dos funerales de trigésima como tributo de veneración y agradecimiento: el primero de los Cooperadores y Cooperadoras, y el segundo de los ex alumnos del Oratorio. Desde los primeros días que siguieron a la muerte y al entierro de don Bosco se les ocurrió a los Superiores quién podía hablar de él mejor que nadie en la primera celebración solemne que se hiciere. El día cuatro de febrero acudieron al palacio arzobispal don Miguel Rúa, monseñor Cagliero, don Celestino Duando y don Juan Bonetti y se presentaron al cardenal Alimonda, recién llegado a casa de un balneario, para pedirle su consejo sobre la cuestión de la sucesión; después le rogó Monseñor, en nombre del Capítulo Superior, que se dignara pronunciar la oración fúnebre en los funerales de trigésima. De momento trató el Cardenal de eximirse, diciendo que representaba para él un gran sufrimiento y que, por la excesiva emoción, no podría hablar largo rato. Respondiéronle con garbo que, si la oración fúnebre fuere impresa y publicada aquel mismo día, a fin de que fuera leída en vez de oída, o bien si otro la leyere públicamente, la Congregación se consideraría feliz conservando un tan precioso documento, hijo de quien tanto aprecio y amor profesaba a su fundador. El Cardenal prometió bondadosamente que escribiría el discurso. Pero, lo que le había parecido imposible con la angustia del reciente luto, se convirtió muy pronto en posible, gracias al benéfico efecto del tiempo. Uniéronse su ingenio y todo su nobilísimo y gran corazón 2. Empezó el discurso repentinamente así: 1 I Cor., IX, 22. 2 El P. Agustín de Montefeltro, que predicaba la cuaresma en la catedral, dijo el día veintinueve(**Es19.20**))
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