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diversiones propias de los muchachos, con el fin
de llevar a todas partes la nota del bien, la
llamada al bien.
Y he ahí la verdadera providencia para nuestros
días. Es lo que Nos venimos proclamando e
inculcando siempre a la amada juventud que, con
tan noble ímpetu, responde, en todos los países
del mundo -y nos place manifestarlo con vivísimo
sentido de gratitud a Dios y a los hombres- a
nuestra llamada; esta amada juventud que en todas
las partes del mundo responde a nuestra llamada,
para alistarse en favor y al servicio de la Acción
Católica, que no quiere, ni debe ser otra cosa más
que la participación del laicado en el apostolado
jerárquico.
Y precisamente para ser tal, para poder estar
en esta línea, debe ella ser ante todo una
formación más profunda, conocedora, exquisita, de
vida cristiana, de conciencia cristiana y sobre
todo en la pureza de la vida, en el espíritu de
piedad, en la participación en esta gran piedad de
la iglesia, en su incesante oración y unión con
Dios. Dicha correspondencia es tan vasta, y, en su
abundancia, tan exquisitamente preciosa, que
verdaderamente llena nuestro corazón con el más
alto reconocimiento, y abre también nuestro ánimo
a las más bellas esperanzas, que no son únicamente
nuestras, de la Iglesia, de la Santa Religión,
sino que por una feliz necesidad, son también las
esperanzas, las promesas seguras para la familia,
para la sociedad, para toda la humanidad.
Es verdad; Nos hemos llamado siempre a estos
queridos jóvenes a alistarse bajo la bandera de la
oración, de la acción, del sacrificio, porque
((**It19.220**)) con la
oración y con el sacrificio es como se prepara la
acción, con la oración inspirada en la piedad, con
el sacrificio íntimo ante todo, el sacrificio
personal, ese sacrificio enraizado en el espíritu,
en la penitencia, en la mortificación cristiana:
sólo así, solamente así se puede preparar a la
acción fecunda del apostolado, una acción que no
puede realizarse con destreza humana, por muy alta
y generosa que sea, sino que necesita
esencialmente de la ayuda divina que no puede
obtenerse de otro modo. Pero, precisamente por
esto, vuelve de nuevo, y muy a tiempo, la figura
del gran Siervo de Dios, del Beato don Bosco,
Maestro del pequeño Venerable Domingo Savio;
vuelve aquella gran figura, como Nos mismo la
vimos tan de cerca, y no por unos minutos, sino
precisamente así como su pequeño discípulo nos la
ha representado en su vida, en los caracteres más
sobresalientes de su breve existencia: un ardor
incesante, con ansias devoradoras de acción
apostólica, de acción misionera, verdaderamente
misionera, hasta entre las paredes de una sencilla
habitación; acción misionera entre las pequeñas
turbas de niños, de muchachos, de adolescentes que
continuamente le rodeaban; espíritu de ardor, de
acción; y con este ardor un espíritu
verdaderamente admirable de recogimiento, de
tranquilidad, de calma, que no era solamente la
calma del silencio, sino la que acompañaba un
verdadero espíritu de unión con Dios, de tal forma
que dejaba entrever una continua atención a algo
que su alma veía, con lo que su corazón se
entretenía: la presencia de Dios, la unión con
Dios. Precisamente así. Y con todo eso un espíritu
heroico de mortificación y de verdadera y propia
penitencia, para la cual, aun en los términos más
solemnes, hubiera bastado aquella su vida
continuamente entregada al bien ajeno, siempre
olvidada de toda utilidad propia, y hasta del más
escaso reposo; una vida de penitencia, no
solamente mortificada, sino de verdadera
penitencia, a fuerza de ser apostólica.
Nos hemos encontrado estas cosas un poco en los
recuerdos de nuestro espíritu, y, mucho más aún,
en las sugestiones queridísimas de la breve, pero
muy noble vida del Venerable Siervo de Dios
Domingo Savio. Estas cosas, estos ejemplos, estas
grandes líneas siguen siendo siempre las líneas
sustanciales, esenciales, de la vida marcada con
(**Es19.186**))
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