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de orden, tan fielmente heredada después por sus
hijos: da mihi animas, cetera tolle.
Un retorno verdaderamente providencial: cuando
se piensa en las condiciones en que hoy se
encuentra, puede decirse en todo el mundo, la
juventud; cuando se piensa en todos los peligros y
en todas las malas artes que arman asechanzas
contra su pureza; cuando se piensa en todo este
torbellino de vida exterior, en este excesivo
cuidado -y lo dicen también los ((**It19.217**)) que
únicamente se dejan conducir por consideraciones
de pedagogía humana- a este culto del cuerpo, de
las fuerzas físicas y materiales, del desarrollo
material, de la educación material y física, como
dicen, en esta tan difundida y, puede decirse,
precisamente educación para la violencia, sin
respeto alguno a nadie ni a nada. Cuando se
piensa, pues, en las condiciones en que se mueve
la juventud de hoy, en los peligros que a cada
instante se le ponen delante; cuando se piensa en
ese malvado apostolado (si es lícito aplicar esta
palabra), apostolado del mal, tan activamente y
con tan terrible y maligna industria conducido a
través de la prensa, de la prensa fácil, idónea
para toda condición, para toda graduación de edad;
en esa ostentación continua, general, casi
inevitable, para los que viven en medio de esa
ostentación de cosas, no sólo de mal ejemplo, sino
verdaderamente provocadoras del mal, cuando se
abusa de las más bellas y más ingeniosas ideas de
la ciencia, que deberían servir únicamente para el
apostolado del bien y la difusión de la verdad y
de la bondad; cuando se piensa en todas estas
cosas y en el grado a que han llegado precisamente
en nuestros días, entonces es cuando
verdaderamente hay que dar gracias a la Divina
Providencia que suscita y lleva a efecto, a plena
luz, esta figura tan edificante del bueno y santo
jovencito.
Hay que ser, de un modo especial, profundamente
agradecidos al Señor por esta santidad de vida,
por esta perfección de vida cristiana que no tiene
ninguna de esas grandes ayudas que tanto convienen
para el cumplimiento de las grandes casas: pobre,
humilde hijo de gente modesta y de modestísima
familia, rica solamente en aspiraciones
cristianas, en vida cristiana, vivida, aunque en
las más modestas condiciones, en el ejercicio
ordinario, en el cumplimiento de los deberes
ordinarios de una vida común; un muchacho que no
pasa sus años encerrado, como cabalmente señalaba
el decreto, en un huerto particularmente guardado;
sino, primero en medio del mundo, y después allí
donde la Providencia le había colocado y, por
consiguiente, en medio de unos muchachos a los que
el alma grande del Beato don Bosco reunía y
formaba e iba formando, reformando, santificando,
pero donde había una gran mezcla de buenos y no
siempre buenos ejemplos, de buenos y no siempre
buenos elementos. Ese era, en efecto, el secreto
del gran don Bosco, poner, a veces, las manos
precisamente en elementos no buenos, con asombro
de los que no tenían su confianza en Dios y en la
bondad fundamental de la creatura de Dios, ése era
su secreto, poner su mano en todas partes, darse,
extenderse para sacar bien del mismo mal, como lo
hace la mano de Dios.
Pero, volviendo ya al nuevo Venerable, he aquí
la primera feliz confirmación. En la escuela del
Beato don Bosco creció, sobre todo con su ejemplo,
en una rápida carrera su vida de adolescente que
debía cerrarse a los quince años; esa vida, como
se ha dicho con toda verdad, del pequeño y gran
gigante del espíritu: ía los quince años! Una
verdadera y singular perfección de vida cristiana
a los quince años, y con ((**It19.218**))
aquellas características que necesitaban de
nosotros, de nuestros días, para poderlas
presentar a la juventud actual, porque es una vida
cristiana, una perfección de vida cristiana
sustancialmente hecha, puede decirse así, para
reducirla a sus líneas características, de pureza,
de piedad, de apostolado; de espíritu y de obra de
apostolado.
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