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Descansaba sobre un rico y largo colchón de
terciopelo, adornado con bordados realizados por
las Hermanas. Las huérfanas de guerra habían hecho
las medias en seda negra, ya que los médicos
quisieron absolutamente que se excluyera la lana
en todos los indumentos para preservarlos de la
acción de la polilla. Las escuelas profesionales
del Oratorio de Valdocco hicieron los zapatos y la
sotana. Un rico amito con bordados simbólicos y un
bellísimo centro cruzado era el donativo enviado
por las Madres Superioras de las Hijas de María
Auxiliadora. El alba, de encaje verdadero de
Bruselas, recordaba la profunda veneración que
constantemente guardó a don Bosco la condesita
Mazé de la Roche, sobrina del arzobispo Gastaldi.
La casulla, con su correspondiente estola y
manípulo, era de inestimable valor. La había
regalado el Sumo Pontífice Benedicto XV al Rector
Mayor don Pablo Albera el año 1918, al celebrar su
jubileo sacerdotal el segundo sucesor de don
Bosco. El velo del cáliz, que hacía juego con la
casulla, había servido para confeccionar la
segunda almohada que debía sostener la cabeza.
Así revestido el cadáver, se colocó dentro de
una urna, toda ella de tersísimo cristal, que más
tarde debería estar dentro de otra, en madera
dorada, artístico trabajo de la escuela
profesional salesiana de S. Benigno Canavese. A la
cabeza se le había aplicado la mascarilla modelada
por el escultor Cellini, autor del monumento a don
Bosco, que se levanta en la plaza de María
Auxiliadora, y pintada por el pintor Carlos
Cussetti.
A cuantos miraban les pareció volver a ver la
suavísima fisonomía del Padre querido,
plácidamente dormido, con las manos juntas sobre
el pecho, modeladas también por Cellini.
Durante los días siguientes, animóse todavía
más la concurrencia de la gente en Valsálice.
Nunca se había visto por aquella carretera, al
decir de los más viejos, un movimiento tan
incesante y apremiante de gente durante tanto
tiempo. ((**It19.128**)) En
torno a la urna se percibía una oración continua.
Sobre las hojas de vidrio que guardaban el cuerpo,
muchos ponían por un instante rosarios y estampas.
Algunos enfermos se arrastraban hasta allí y
lograban poder detenerse, más tiempo que los
otros, junto a la urna, invocando y esperando.
Desfilaban los alumnos de centros educativos y de
caridad. Un día llegó un pelotón de fascistas. Los
intrépidos jóvenes colocaron sobre la urna un
magnífico ramo de flores y pasaron besando el
cristal y llevándose, como recuerdo, las flores
marchitas que encontraban por uno y otro lado
amontonadas en los rincones. Pasaron después las
Pequeñas Italianas y los Balilas, en diversos
grupos. Verdaderamente aquella veneración
(**Es19.113**))
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