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puestos en 1917, y los rompió. Entonces avanzaron
todos los presentes para ver más de cerca el
cuerpo que estaba a punto de aparecer ante sus
ojos. Se destapó la segunda caja y íapareció lo
que quedaba del gran don Bosco! La impresión
general fue dolorosa: no se veía nada excepcional
en los restos. El tiempo y los agentes químicos
los habían ((**It19.121**))
deshecho. Todos contemplaban conmovidos y en
silencio los restos del glorioso Siervo de Dios,
buscando reconstruir en la memoria sus amables y
queridas facciones. Después, el Arzobispo y las
Autoridades abandonaron el salón y cedieron el
paso a los médicos.
Pero la labor de los médicos se retrasó, porque
la multitud irrumpió inmediatamente dentro. Los
clérigos salesianos contuvieron rápidamente la
avalancha, regulando la entrada. Centenares de
personas, del pueblo y del señorío, viejos y
jóvenes, enfermos y sanos desfilaron en medio de
exclamaciones, oraciones y tocando con su mano el
féretro. Allí cerca estaban las dos beneficiadas
por el milagro: lloraban y parecían dos seres
misteriosos, llegados del más allá, para rendir
testimonio a la santidad, que había animado
aquellos miembros en otro tiempo.
Una vez que cesó la afluencia de la gente, se
volvieron a cerrar las cajas y fueron
transportadas a otro salón junto a la capilla del
colegio, donde podrían los médicos, por fin,
comenzar su trabajo. Pero, como ya era muy tarde,
se decidió dejar para el día siguiente el
principio de las operaciones; así que, un vez
comprobado que no se podía entrar por ninguna
apertura desde el exterior, salieron todos.
Entonces el Canciller, delante del subpromotor de
la Fe y de los testigos instrumentales, puso en la
puerta los sellos arzobispales.
De aquí en adelante pasaremos por encima de
otras formalidades semejantes, prescritas por los
sagrados cánones a fin de que en todo caso no haya
violaciones.
Al día siguiente, desde las primeras horas de
la mañana, se iba animando cada vez más el camino
que cruza el Po y llega al torrente de los Sauces
(Valsálice), y costeándolo conduce al Colegio:
eran grupos de gente del pueblo, obreros sobre
todo, que acudían llevados por el ansia de ver a
don Bosco. Era algo conmovedor ver a tantos
trabajadores que, para tener tiempo de lograr
aquella satisfacción, se adelantaban a la jornada
y hacían allí su almuerzo. La afluencia creció en
las horas siguientes: el amplio patio del colegio
se llenaba de seglares y eclesiásticos, hombres y
mujeres que esperaban pacientemente su turno. Ya
que, ((**It19.122**))
queriendo los Superiores contentar a la gente,
habían obtenido que se adelantara la hora de
levantar los sellos y permitir
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