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tomaron a hombros la dulce carga y, precedidos de
unas largas filas de clérigos, con antorchas
encendidas en la mano, recitando salmos del Oficio
de los Santos Confesores, y, seguidos del cortejo
de las personalidades, en medio de la devota
actitud de los presentes, apiñados a lo largo del
paso procesional, transportaron la caja a un
salón, adornado con brocados, flores y verdes
frondas. En la pared del fondo sonreía la imagen
de don Bosco en la reproducción de un cuadro de
Rollini. En el centro había una gran mesa sobre la
que se colocó el féretro. Una vez que las
autoridades y personas invitadas acabaron de
entrar, cerraron las puertas y empezaron los
trabajos.
Mientras tanto sucedíanse fuera episodios
conmovedores y graciosos. Lo mismo que en las
Catacumbas romanas se detienen los peregrinos
junto a los nichos abiertos de los primeros
cristianos, sin espantarse a la vista de los
restos fúnebres, sino, por el contrario,
experimentando arrebatos de ternura, así también
ante el sepulcro vacío que, durante ocho lustros,
había guardado en su interior los restos de don
Bosco, la multitud miraba visiblemente absorta en
suaves pensamientos. Madres hubo que metían dentro
a sus hijitos enfermos, con la esperanza de que
don Bosco quisiera obtenerles la curación. Un
muchacho ((**It19.119**)) ciego
gritaba:
-Don Bosco, íhaz que yo vea!
Piadosamente iban desapareciendo los ladrillos
y cascotes, caídos al pie del muro demolido. Un
muchacho se agarró al borde de la abertura, se
metió dentro, se tendió a lo largo y dijo:
-Yo hago de don Bosco.
Su gesto fue imitado inmediatamente; hubo tras
él otros muchachos que quisieron a porfía, como
ellos decían, hacer de don Bosco. Y no tardaron en
ir llegando los alumnos de los colegios de Turín
para rezar junto a la tumba santificada por el
gran amigo de la juventud.
Eran muchos los que envidiaban la suerte de los
privilegiados, admitidos en la sala de
reconocimiento y se agolpaban bajo las ventanas
con la esperanza de poder venerar pronto y de
cerca los restos mortales del Santo; pero no eran
más que ilusiones; ignoraban que las cosas
durarían su tiempo.
Monseñor Salotti, con su oratoria elocuente, su
emotivo temperamento y convencido admirador que
era de don Bosco, quiso, antes de que se
descubriese la caja en la sala, tomar la palabra,
y pronunció un breve y afectuosísimo discurso, que
empezó de esta manera:
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