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también en estos casos en una gran satisfacción y
en un gran consuelo. Y, además, debemos añadir que
es precisamente esta confianza inmensa,
inagotable, elevada hasta la grandeza de un
continuo milagro moral, la que ha dejado un día a
sus hijos y ahora, puede muy bien decirse, a todo
el mundo católico, el Ven. don Juan Bosco. Basta
comparar los humildes principios de su obra con
los esplendores que ésta nos ofrece hoy; basta
reflexionar en las dificultades de todo género,
material y moral, por parte de los enemigos y a
veces también de los amigos; en las infinitas
dificultades que debió superar y después en la
magnificencia y en la elegancia del triunfo
mundial, aun en vida, para comprender lo mucho que
puede la confianza en Dios, la confianza en la
fidelidad de Dios, cuando una alma sabe decir
verdaderamente: scio cui credidi.
Es ésta precisamente la impresión que todavía
tenemos viva en el alma y que conseguimos en
nuestros años jóvenes con el conocimiento que, por
la divina Bondad y disposición, pudimos tener del
Ven. Siervo de Dios, un hombre que siempre,
entonces y ahora, pareció invencible, insuperable,
precisamente porque se apoyaba firmemente,
sólidamente en una confianza plena, absoluta en la
divina fidelidad.
También hemos señalado la insuperable sabiduría
de esta gran Madre y Maestra que es la Iglesia,
porque es ella la que viene como Madre benigna,
agradecida al hijo que la ha glorificado, a
colocar esta gran corona del proclamado martirio
sobre la tumba de Cosme de Carboniano; ella, la
gran maestra que viene a proponerlo a la
admiración e imitación de todos. Es éste un gran
honor, un gran gesto de la Iglesia, pero muy real
y sapientemente proporcionado a la grandeza del
mérito. La Iglesia es sapiente cuando, al tratarse
de un mártir, no busca más: dixi martyrem, satis
est. Una vez reconocido el martirio, no se
necesitan milagros, porque basta lo que la miseria
humana ha sabido producir, con ayuda de la gracia
divina. Y la Iglesia, gloriosa en su sabiduría, se
conforma también con esta sobriedad de exigencias
que para otros héroes de la santidad, como se
acaba de oír para don Bosco, es tan escrupulosa
inquisidora, no sólo de la verdad, ((**It19.113**)) sino
también de las pruebas de la verdad discutida,
controlada, demostrada no con alguna certeza, sino
con plena y jurídica certeza, y llena también de
pruebas. En cambio, ante el martirio, basta la
constancia de éste, porque la Iglesia, en su
sabiduría, sabe que el martirio es algo grande y
extraordinario. Ya se dijo, con palabra
verdaderamente digna del genio, que la debilidad
humana, y la misma grandeza humana no podría, no
podrá jamás hacer un gesto más fastuoso que el de
que un pobre hombre se envuelva en la púrpura de
la propia sangre y se asiente de este modo como
testigo, defensor, campeón de la verdad y de la
justicia, de aquella verdad y de aquella justicia
que lo juzga todo y lo mide todo y de la que surge
el mártir en defensa y confirmación. Este es el
magnífico espectáculo que nos da el humilde
sacerdote armenio.
Pero se diría que esta Madre santa, la Iglesia,
demostrase menos sabiduría al proponer tal
grandeza y fastuosidad de cosas a la imitación.
>>Cómo proponer cosas tan grandes y heroicas a la
imitación común? Y, sin embargo, la Iglesia sabe,
que estos ejemplos son suficientes, en el momento
necesario, para suscitar héroes, toda una multitud
de héroes, una verdadera multitud de elegidos:
palabras que podrían parecer una contradicción de
términos, pero que se corresponden perfectamente
con la realidad, con aquella realidad, que es una
de las pruebas más divinamente espléndidas en la
historia de la santidad de la Iglesia.
Pero hay también otra imitación que la
sabiduría de la Iglesia Madre sugiere al proponer
los mártires a la imitación de los fieles; porque
no solamente existe el martirio cruento de la
sangre, sino también el martirio incruento; más
aún, hay una
(**Es19.101**))
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