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Tomó por fin la palabra el Padre Santo, que supo
entrelazar magníficamente las alabanzas del Mártir
y del Confesor.
Queridísimos hijos, habéis oído y con Nos
recibido con piedad y júbilo, con íntimo sentido
de las cosas santas, los dos decretos acabados de
leer, el primero para la propagación del martirio
de Cosme de Carboniano, gloria de Armenia, y el
otro para que con ánimo seguro se pueda proceder a
la solemne beatificación del Ven. Siervo de Dios,
el sacerdote Juan Bosco, gloria de Italia, y cosa
inmensamente más grande, gloria de toda la Iglesia
católica.
Hay ya tanto esplendor, tanta altura, tanta
edificación de las cosas grandes y santas en estos
dos anuncios, que verdaderamente viene la
tentación de dejarlas hablar a ellas solas con su
inimitable significado. Pero las grandes cosas
requieren también algún comentario, comentario que
corresponda al deber de añadir algo a las mismas
cosas para el mayor fruto espiritual de ellas. Y
aquí debemos añadir también la necesidad de
nuestro corazón, queremos decir de nuestra
personal, profunda, cordial simpatía por los dos
temas del doble decreto. Diremos, pues, esta
palabra, además, lo sabemos bien, para responder a
vuestro deseo, queridísimos hijos, y será una sola
palabra resplandeciente, con una gran riqueza y
variedad de cosas; una palabra sobre la divina
fidelidad, y sobre la incomparable sabiduría de
aquella gran Madre y Maestra de la Iglesia; una
palabra de admiración y adoración por todas esas
finezas de infinita bondad y, estábamos por decir,
infinita elegancia con que la divina Providencia
sabe adornar las cosas infinitamente preciosas por
sí mismas.
Decimos divina fidelidad. Y nos parece que ésta
es verdaderamente la idea que se impone al oír
(como lo hemos oído en el Decreto y en la
elocuente y fogosa palabra de su intérprete, en el
cual nos place ver a casi toda Armenia aquí
presente) la evocación del Siervo de Dios Cosme de
Carboniano remontándose hasta la lejana fecha de
su nacimiento en 1658 y a la, poco menos lejana,
de su muerte en 1707. Estamos a distancia de
siglos, queridísimos hijos; pero, tampoco a la
distancia de los siglos, ha olvidado la divina
Bondad, la divina Fidelidad a aquel Siervo fiel,
generoso, heroico hasta la muerte. Diríase que es
ella misma quien se ha cuidado de ir a abrir su
tumba gloriosa, que parecía casi olvidada, e
inclinarse como para hacer revivir aquellos
huesos, proclamando su gloria a los ojos de los
hombres coram Ecclesia y llamando al antiguo
mártir a los esplendores de los más altos honores.
Esta es la costumbre de Dios, y es la costumbre de
su divina voluntad. Puede parecer tal vez que Dios
no piense en nosotros, como dice a veces alguna
alma caída en el fondo de la tristeza, que Dios no
se ocupa de nosotros. Pero es precisamente
entonces cuando el Señor demuestra de la manera
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evidente el cuidado constante que tiene de sus
cosas. Fidelis Deus, es la palabra que el mártir
nos grita desde el sepulcro glorioso. Y nosotros,
hijos queridísimos, nos equivocaremos siempre,
inevitablemente siempre que, en cualquier
circunstancia, nuestra confianza en Dios vacile de
algún modo.
Esto precisamente es lo que un santo sacerdote, un
humilde Siervo de Dios nos decía en los primeros
días de nuestro sacerdocio, que ya ha alcanzado
sus cincuenta años: -<>.
Queridísimos hijos, os dejamos con el recuerdo
que nos llega desde la tumba del mártir y de las
palabras del humilde y buen Siervo de Dios, porque
no es solamente una lección útil la que a menudo
nos llega con la grande y amarga lección de cosas,
con la gran oscuridad del presente y la gran
tiniebla del porvenir, sino que se convierte
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