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-Si es así, replicó la Marquesa, yo no tendría
objeciones que hacer. Pero todo está en que mi
hijo sea de mi parecer. Si él lo consiente, como
espero, téngalo por hecho.
Don Juan Marenco salió con el corazón muy
satisfecho.
La señora Marquesa había realizado un cambio
milagroso en un instante. Ella había expuesto años
antes a su hijo la petición de don Bosco y, por
tanto, le habló también de esta última. Mientras
tanto, algunos especuladores, que se enteraron de
estos pasos, presentaron varios proyectos al
Marqués para la compra de aquel terreno. Estaban
dispuestos a dar doscientas mil liras. Querían
aprovecharse de la necesidad de los Salesianos
para obtener una ganancia de cincuenta o cien mil
liras. Proyectaban empezar a echar los cimientos
de un edificio de manera que, al ver los
Salesianos que se edificaba de veras, y que pronto
tendrían muy cerca inquilinos de toda clase, los
cuales verían y oirían todo lo que se hacía en
casa, habrían pagado cualquier cantidad para
librarse de tal peligro. Y el jefe de todos ellos
era uno con fama de buen católico, que frecuentaba
la iglesia y era muy del Papa y de la religión.
Esta manera poco delicada no parece conformarse a
los sentimientos religiosos que profesaba. El
corredor manifestó a De Amicis este proyecto que
tenía muy poco de generoso.
Una mañana llamó el marqués Marcelo Durazzo a
De Amicis y le dijo:
-Venga, vamos a Sampierdarena al hospicio de
San Cayetano. No me dejan en paz ni un momento con
la cuestión de nuestra propiedad; calculo que son
capaces de perseguirme mientras viva. Quiero
librarme ya de este fastidio. Usted, que tanto
terció como intermediario en este asunto, tenga la
bondad de acompañarme.
((**It18.877**)) De
Amicis subió el coche ya preparado y, contento
interiormente, fue a Sampierdarena. Entraron en el
Hospicio y se encontraron bajo los pórticos con
don Juan Marenco que recibió al Marqués con toda
cortesía y le hizo visitar los talleres, las
clases, los dormitorios. Todo le gustó al Marqués
y quedó muy contento. Subieron después a la
terraza sobre los pórticos y se pararon casi
frente a la habitación de don Bosco.
Al llegar allí, volvióse el Marqués a don J.
Marenco y le dijo:
->>Y ése es el terreno que necesita?
-Sí, señor; mire, diez metros hacia aquí a
partir de aquellas columnitas que sostienen
aquella pérgola.
-Muy bien; hagamos, pues, el contrato.
Cincuenta mil liras ante notario.
-Señor Marqués, muy agradecido.
-Pero dígame, señor director: >>por qué sólo
quiere comprar esa parte de la finca? >>No podría
comprarla toda?
-íSeñor Marqués! Eso sería ciertamente
fantástico, pero comprenda que no sabría dónde
encontrar el dinero; hasta cierto punto puedo
llegar, pero más, no.
-Acepte, acepte, añadió De Amicis.
-Cómprelo todo... Sólo le pido otras cincuenta
mil liras, a pagar a plazos en varios años, en el
día que fijemos, replicó el Marqués.
No sé si don Juan Marenco llegó a oír las
últimas palabras. Sintió desvanecerse, por un
instante sus ojos perdieron la visión y se apoyó
en la barandilla para no caer. El Marqués le
contemplaba, mientras dos gruesas lágrimas corrían
por sus mejillas.
Cuando don J. Marenco volvió en sí de aquel
desvanecimiento, el marqués Marcelo continuó:
-Pero, como buenos negociantes, es preciso que
arreglemos los asuntos normalmente. >>Qué me da en
prenda?
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