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Hoy, nueve de febrero, se celebran, como saben
nuestros lectores, en la iglesia de San Juan
Evangelista, los funerales por nuestro venerando
don Bosco y, a continuación se dará la conferencia
a los Cooperadores y Cooperadoras Salesianos.
Conviene que nuestros lectores sepan algo de
los muchos sacrificios, disgustos y penas que
sufrió el piadoso sacerdote con motivo de esta
iglesia.
En aquel mismo lugar existía primeramente su
Oratorio de San Luis, donde recogía centenares y
centenares de muchachos. Después, al crecer y
embellecerse extraordinariamente Turín, tuvo la
idea de hacer la iglesia de San Juan Evangelista,
como monumento a Pío IX, que tenía este nombre de
pila. Don Bosco tropezó con impedimentos por todas
partes. Una faja de terreno pertenecía a un
protestante, y no era posible adquirirla por más
proposiciones que se le hicieran, vinieran de
donde vinieran. Se acudió finalmente a la razón de
utilidad pública, para obligar de este modo a
aquel sectario a desistir de sus excesivas
exigencias.
Presidía el Ayuntamiento Luis Ferraris y el
Gobierno Civil el conde Zoppi, que tenía ciertos
asuntos con gente que después fue llevada al
tribunal de lo criminal, y ni uno ni otro
quisieron ver la utilidad pública, sino que,
incluso con mala intención, favorecieron los
intereses de los protestantes, asegurando con
normal respuesta al Ministerio, que nadie quería
aquella iglesia. En consecuencia, no se habló más
de ((**It18.871**)) ello.
Pero don Bosco era verdaderamente el tenax
propositi vir (el varón incansable defensor de lo
que se proponía), de quien hablaba Horacio, y,
dispuesto a sostener las ruinas del mundo, no se
arredraba ante ninguna dificultad, cuando la
gloria de Dios o la caridad en favor del prójimo
exigía su labor. Y aquí veía comprometido lo uno y
lo otro.
El Ayuntamiento y el Gobierno Civil le
respondieron que su parecer era el de desistir, y
el Ministerio de Obras Públicas le transmitía una
respuesta idéntica. >>Qué hizo entonces don Bosco?
Recurrió al Consejo de Estado... Pero éste no
recibió nunca su instancia y no pudo tratar la
cuestión, aunque se previera que la decisión no
sería distinta. Don Bosco había ido a Roma, si no
nos equivocamos, a principios de 1876, y entre
otros asuntos, estudiaba la manera de penetrar en
las cosas secretas, y llegar a conocer el porqué
de tanta oposición, por qué tanta guerra. Sabía
que las cartas enviadas para transmitirlas al
Consejo de Estado se decía que se habían perdido y
que alguno tenía interés por dejarlas en el
olvido. Se buscaba la manera de cansar a don
Bosco, aburrirlo y quitarle de la cabeza la idea
de edificar la iglesia de San Juan Evangelista.
Un buen día llegó a saber que sus cartas, a
pesar de los buenos servicios del ministro
(Spaventa) de Obras públicas de dejarlo todo en el
olvido, habían llegado al Consejo de Estado y que
aquella mañana debía tratarse el asunto. Armóse de
valor, y, con prudencia, procuró enterarse de
quiénes eran los que habían de opinar. En cuanto
supo el nombre de algunos fue a buscarlos a su
casa, para recomendarles la cuestión. Entre otros
encontró don Bosco a un buen romano, al que
deseaba conocer hacía tiempo. >>Quién podrá
explicar los agasajos que le hizo cuando se lo vio
delante v que con aquella elocuencia sencilla
persuasiva, le pedía su apoyo para algo tan bello
y sagrado? Le favoreció el éxito y, dos tardes
después, era el mismo Consejero de Estado quien se
lo comunicaba.
El que esto escribe se encontraba en la
habitación de don Bosco cuando recibía, casi en el
mismo correo, una carta de Roma y otra del
Gobierno Civil de Turín. La de Roma procedía del
Secretario de Estado y le anunciaba que el Santo
Pío IX enviaba un donativo de dos mil liras para
la iglesia de San Juan, y la de Turín, escrita por
Zoppi y pasada por el Ayuntamiento, o viceversa,
le comunicaba que el Gobierno
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