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Miguel Rúa, su vicario general, y el otro el
reverendo don Celestino Durando, su asistente. El
primero es todavía joven; a primera vista se
reconoce en él al hombre de acción y su rostro
ascético recuerda singularmente los rasgos
demacrados de San Vicente de Paúl. Como quiera que
la antesala estaba llena de visitantes de toda
clase social, don Celestino Durando tuvo conmigo
la atención de hacerme pasar a su celda.
Entré y quedé sobrecogido al ver aquella pobreza.
Son muchos los pobres que están mejor alojados y
con mejores muebles que aquel eminente religioso;
yo me dije para mis adentros que el estado mayor
salesiano tenía por alojamiento el lugar de un
cuerpo de guardia. Resulta poco reverente la
expresión, sin lugar a dudas; pero es la impresión
que tuve en aquel instante. Así viven los jefes de
estas comunidades religiosas, cuyas fabulosas
riquezas y su legendaria avidez proporcionan tema
inagotable a los declamadores de los parlamentos o
de los cafetuchos. Más trabajadores que unos
braceros, más pobres que los mismos pobres, pueden
repetir aquellas palabras del apóstol: <>
En fin, iba a tener la suerte de poder saludar
a don Bosco. Me latía el corazón mucho más que si
me acercara a un poderoso de este mundo, pensando
que iba a encontrarme en presencia de uno de esos
hombres que Dios se complace en suscitar en
determinados momentos para mostrar lo que son y lo
que pueden los santos.
La santidad -íay, cuántas gentes ilustradas se
sonríen ante esta palabra!-, sin embargo, aun
desde el punto de vista humano, ha desempeñado un
papel importantísimo en la vida de los pueblos.
>>Quién se atrevería a decir, por ejemplo, que la
influencia social de un San Vicente de Paúl no ha
sido más profunda, más durable, y sobre todo más
feliz, que la de Richelieu o de Mazarino? >>Quién
se atrevería a decir que la iniciativa
providencial de don Bosco en esta espinosa
cuestión obrera, si llega a generalizarse, no
traerá soluciones inesperadas?
Y, haciéndome estas reflexiones, me tocó el
turno de entrar. Miré rápidamente la habitación
tan pobremente, tan misérrimamente ((**It18.798**))
amueblada y vi con emoción a un venerable anciano,
sentado en un sofá deteriorado, encorvado bajo el
peso de los años y de las fatigas de un largo
apostolado.
La postración de sus fuerzas ya no le permitía
mantenerse en pie; mas levantó la cabeza, que
tenía inclinada, y pude ver sus ojos, algo
velados, pero llenos de inteligente bondad.
Hablaba bien en francés. Tenía la voz floja y
hacía cierto esfuerzo; pero expresaba con notable
limpidez su pensamiento. Me recibió con cristiana
sencillez, decorosa y cordial a un mismo tiempo.
Me sentí profundamente conmovido al ver cómo un
anciano, casi moribundo y asediado siempre de
visitantes, tuviera con todos un interés tan
bondadoso y sincero. Me habló en términos de
admiración del obispo de Lieja y de su ardiente
celo por la clase trabajadora. El mucho trabajo ha
consumido la salud en don Bosco, es cierto, pero
íqué fuerza de alma queda todavía en su débil
cuerpo! íCon qué acento de íntimo pesar deploraba
que su debilidad no le permitiera dedicarse
activamente a la dirección de sus innumerables
obras! Y, sin embargo, >>quién más que él tiene
derecho a entonar con confianza el cántico del
santo anciano Simeón: Nunc dimittis servum tuum in
pace? La discreción me obligaba desgraciadamente a
abreviar mucho más de lo que yo hubiera deseado
aquella conmovedora entrevista con un hombre a
quien Dios ha señalado visiblemente con su sello y
que, dentro de pocos días, puede ser que vaya a
recibir las magníficas recompensas prometidas a
los que han peleado bien en la batalla.
Permitidme que recomiende insistentemente a los
lectores que van a Italia, la visita del Instituto
de la calle Cottolengo. Saldrán emocionados de
ella, embelesados y soñadores, repitiéndose con
íntima convicción: ahí está la verdad, ése es el
camino,
(**Es18.673**))
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