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y hay muchos miles en todas las Repúblicas
enumeradas. Argentina y Chile comprenden la
Patagonia, la Tierra del Fuego e innumerables
islas, que forman los últimos confines de la
tierra hacia el polo antártico. Y allí
precisamente, entre vastos desiertos, entre
gargantas de altísimas montañas, a orillas de
profundos y vertiginosos ríos, vagan, como
rebaños, numerosas familias de pobres indígenas,
faltos de todo bien espiritual, material y civil.
Pues bien, en medio de aquellas lejanas e
infelicísimas gentes se encuentran y trabajan con
éxito los misioneros salesianos. Les costó el
establecerse allí sudores y fatigas, naufragios,
caídas, extravios, hambre, sed y muchos otros
peligros de vida. A pesar de ello, están contentos
de haber logrado en parte su intento. Fundaron ya
diversas estaciones, como son, por ejemplo, las de
Norquín, Santa Cruz, Punta Arenas, y están
planeando establecer otras en los puntos más
importantes de Tierra del Fuego y las islas
Malvinas. Tienen la gran satisfacción de que la
gente y sus jefes o caciques están bien dispuestos
a abrazar la religión cristiana y hacen esperar
que no esté lejano el día en que aquellas tierras
florezcan como ricos jardines de la Iglesia
católica.
Pero hay que hacer una seria reflexión y es
ésta: los misioneros necesitan en aquellas tierras
muchas cosas indispensables para el ejercicio del
sagrado ministerio, y otras necesarias para los
mismos salvajes, ya sea para convertirlos y
mantenerlos en la fe, ya sea para conducirlos a la
vida civilizada. Con este fin se requieren
capillas, donde recogerlos e instruirlos, no sólo
con la palabra, sino con los sagrados ritos y las
ceremonias católicas; se requieren ornamentos para
la celebración de los divinos ((**It18.787**))
Misterios y para la administración de los santos
Sacramentos. Se necesitan vestidos con que
cubrirlos decentemente para una vida moral y
civilizada, y edificaciones para albergar a niñas
y niños abandonados en el desierto e instruirlos a
su tiempo y hacerlos cristianos y prepararlos para
ayudar a los misioneros a la civilización de sus
paisanos; se necesitan, en fin, instrumentos para
la agricultura, para el aprendizaje y práctica de
artes y oficios, etc.
Ahora bien, dado que no se encuentra nada de
esto en aquellas inhóspitas tierras, imagínese lo
que cuesta enviar y hacer llegar hasta allí los
objetos necesarios para estas necesidades y
empezar y mantener una Misión. Don Bosco y los
Salesianos lo saben por experiencia y hablan de
ello con la más profunda convicción.
Así expuestas estas cosas, debo señalar ahora
un punto muy importante. Véalo V. S. y, en su
bondad, dígnese tomarlo con interés: Sin el
concurso y la caridad de los fieles, don Bosco y
los Salesianos no pueden sostener sus misiones, y
tendrán que abandonarlas, como ya lo hicieron
misioneros de otras Congregaciones. Le aseguro
que, sólo al pensarlo, siento una profunda
aflicción. Espero que el Señor, en su
misericordia, no querrá afligir los últimos días
de mi vida con un desastre semejante; más aún,
confío que, durante mi vida y después de mi
descenso al sepulcro, los misioneros salesianos
podrán seguir en su puesto, alegrar a la Iglesia
con nuevos hijos, y ayudar también a los gobiernos
civiles con ciudadanos juiciosos.
Pero esta confianza, después de Dios, la apoyo
en la bondad de mis Cooperadores y Cooperadoras,
entre los cuales celebro contar a V. S.
benemérita. Si todos los que tienen conmigo alguna
relación, se dignan aportar el óbolo de su
caridad, podré enviar dentro de poco a los
misioneros salesianos todo lo necesario para
mantener sus obras, ayudar su celo, animarles a
llevar sus tiendas y desplegar el estandarte de la
cruz hasta en los últimos confines del mundo.
Con esta confianza me atrevo también a enviar
en estos días un grupo de Salesianos a Quito,
capital de la República del Ecuador, donde residen
todavía, en la vertiente
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