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manteníamos con la misma ración que el Gobierno
pasa a los indios. Pero yo vivía de la mesa del
comandante Lucian, a quien conocí a bordo del
Pomona, en mi primer viaje a Patagones. Como un
buen soldado, se acomodaba como todos a la vida
del desierto, comiendo carne y arroz, arroz y
carne; y sentándose, como los demás, sobre troncos
de árboles o albardas y monturas de caballo.
Pero nosotros teníamos una recompensa sin
medida con nuestros buenos catecúmenos, que venían
a nosotros hambrientos de la palabra de Dios y
sedientos de instrucción religiosa. Cada día se
daban cuatro, cinco y hasta seis lecciones en
diversos puntos o grupos de la tribu.
Se bautizaron primero todos los niños y se
confirmaron con el miedo correspondiente a que un
día u otro se dispersarán. Por eso se bautizaron
todos los muchachos y jovencitas de los diez a los
veinte años. Por último, los padres y madres de
familia, la mayor parte de los cuales celebraron
también, o mejor ratificaron su matrimonio, ya
contraído legítimamente et secundum legem naturae.
Era digno de nota entre éstos el hijo del
cacique Yancuche, quien, al ver a toda su gente ya
cristiana, y cristianamente unida en santo
matrimonio, se venció a sí mismo y, renunciando a
su segunda mujer, recibió de mis manos el bautismo
y ratificó el ya contraído con la primera.
Lo mismo sucedió con el hijo del primogénito
del cacique Sayuhueque y otros mozos, los cuales,
tras mucho decir, se rindieron a nuestras
creencias.
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Sayuhueque hizo bautizar e instruir a toda su
numerosa familia. Pero él no se sintió con valor
para dejar a sus tres mujeres que tenía de más.
Acudía a menudo a la instrucción y se interesaba
por conocer las verdades de nuestra santa
religión: venía frecuentemente a vernos y comía
muchas veces con nosotros. El día en que le
presioné para que se resolviese a recibir el
Bautismo no puso resistencia; pero, cuando le puse
por condición absoluta la monogamia, bajó la
frente y, suspirando, pidió tiempo para resolver
este duro problema para él.
Seguramente hubiera triunfado, de no haber
habido un incidente que fastidió nuestro plan. El
incidente que, por fortuna sucedió al término de
la misión, fue una orden del Gobierno para sacar
ochenta familias de la tribu y hacerlas caminar
durante dos meses hacia Mendoza para fundar una
colonia.
Como quiera que la orden del Gobierno se
realizó a golpe de fusil, alarmó y espantó a todos
estos pobres y desgraciados indios, que aún no
habían podido olvidar las vejaciones de los
soldados cuando se rindieron hace tres años.
Intenté suspender o, al menos, diferir el
cumplimiento del decreto, pero dijo el comandante
que no podía acceder de ningún modo a mi petición.
No logré más que suavizar los modos con los que se
quería realizarlo.
Trabajamos durante tres días para pacificarlos
y persuadirlos de que el Gobierno no quería
esclavizarlos con aquel decreto, sino que más bien
pretendía librarlos del yugo militar y hacerlos
partícipes del derecho común en la nueva colonia;
y que, sabiendo que todos ellos eran cristianos,
tenían obligación e intención de protegerlos como
a cualquier otro ciudadano. Se calmaron y pudimos
acabar la misión instruyendo un poquito y
bautizando todavía unos doscientos.
Pero Sayuhueque, triste porque le quitaban
tantos súbditos, no quiso decidirse a recibir el
santo bautismo, diciendo que lo hará en otra
ocasión, cuando esté más tranquilo.
Vinieron otros capitanejos (sic) para que los
laváramos la cabeza, pero, como no estaban
dispuestos por ahora a abandonar la poligamia,
tuvimos que dejarlos nosotros también en la
salvaje infidelidad, mas no sin encomendarles a la
infinita bondad
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