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Me encomiendo a sus oraciones, Padre, y le
ruego acepte la seguridad de mis respetuosos
sentimientos.
París, 2 rue St. Louis en l'île, 13 de junio de
1887.
Su hijo en J. C.,
AUGUSTO CZARTORYSKI
71 (el original en francés)
Discurso leído el día onomástico de don Bosco,
en nombre de Francia
Muy venerado Padre:
Hoy recoge usted en el campo donde había
sembrado: permítame, se lo ruego, que yo también
aporte mi gavilla de reconocimiento y bendiciones.
((**It18.769**)) Un día
le pareció estrecha para su celo la sonriente
patria en la que Dios quiso que naciera y amase: a
los que conocen el precio de las almas pronto les
llegan éstas a faltar.
Acordóse entonces de que la Roma cristiana ha
dado al mundo tres hijas de alta estirpe, o mejor,
tres reinas: >>hay acaso estirpe más alta que la
de los mártires?
Italia, Francia y España están junto a las
maravillosas riberas del Mediterráneo, a las que
envía Roma cada día, con sus olas, un soplo de fe
vetusta; no tienen fronteras; los Alpes y los
Pirineos no las separan: son mojones que señalan
la heredad y marcan el reparto de las glorias.
Sus trabajos ya habían consolado a Italia,
cuando usted miró a Francia como se mira a
aquéllos a quienes se quiere salvar.
Se trataba, en fin de cuentas, de ordenar el
bien y emprender el camino de España. Francia
comprendió su mirada.
Ella ocupa, en medio de la gran familia latina,
un lugar que usted conoce muy bien.
La subyuga la caridad, la seduce el afecto; la
arrastra el sacrificio; reina en ella, como un
santo contagio, una irresistible necesidad de
generosidad: no sabría escatimarse a quien se
prodiga. Por eso también el don de Dios encuentra
siempre en ella almas hechas para conocerle y
amarle.
Usted sabe muy bien, venerado Padre, que digo
la verdad: usted conoce Francia, la verdadera
Francia, la que es ella misma cuando está en
amistad con Dios. Usted ha sentido todavía latir
su corazón, bajo las ruinas de muchas grandezas y
hermosuras; usted sabe que la vieja sangre de los
cruzados corre todavía por sus venas y da vida a
obras poderosas de la Iglesia de Jesucristo.
Al salir de un largo sueño sangrante, en el que
todos los respetos habían naufragado, atravesaba
Francia el Romano Pontífice en medio de un pueblo
de rodillas. Las tristezas preparaban tristezas
cuando vino usted a predicarnos una cruzada para
la regeneración social: este pueblo, sepultado en
su aflicción, alzó la cabeza y se estremeció al
sonido de su voz que les hablaba de salvación: y
Francia ha creído en usted, y le ha amado porque
ella tiene fe y amor de aquello que no viene de la
tierra.
El nombre de Dios es el santo y seña que abre
en nuestra tierra todas las puertas; con este
nombre tiene usted derecho a llevar nuestros
corazones en sus manos.
Estaba usted solo, sin medios seguros, sin
apoyo humano: eran las credenciales
(**Es18.649**))
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