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pero se van hasta los salvajes y así tenemos
muchos menos estorbos entre entre los pies; pero
no debemos favorecer ni compadecer, sin
comprometernos mucho, a esos pobres salvajes que
tienen razón para defenderse contra ciertas
importaciones.
Y no es una paradoja, sino una verdad.
Si se hacen algunas excepciones personales,
como las de Massaia y otros que hacen algún bien
por una ambición iluminada, como monseñor Comboni,
los misioneros católicos -aunque haya en su favor
un sentimentalismo tradicional- son unos
fanáticos, que van a hacerse matar sin ninguna
razón para ello, o son unos intrigantes, unos
vulgares ignorantes que creen haber civilizado una
tribu, un reino, porque han enseñado a un centenar
de salvajes a santiguarse, a hacer la genuflexión
y otras exterioridades sin sentido alguno, que los
salvajes aprenden y ejecutan con ((**It18.723**)) cierta
facilidad, materialmente, por puro espíritu de
imitación, y no porque sean los más próximos
parientes de los monos.
En los primeros grados de la barbarie, las
misiones católicas son totalmente inútiles. Para
reducir los salvajes al ejercicio de ciertas
maniobras religiosas, lo lograrían más rápidamente
los prestidigitadores y comediantes, porque tienen
más facilidad comunicativa y lo consiguen más
fácilmente.
En cambio, cuando los primeros gérmenes de la
civilización empiezan a desarrollarse, las
misiones se convierten inmediatamente en una
rémora del progreso. La historia lo demuestra por
doquier, por ejemplo en el Paraguay.
En el Paraguay es donde los jesuitas
prolongaron por más tiempo su dominio. Eran allí
dueños y señores de todo y de todos, tenían
derechos usurpados, pero ya indiscutibles sobre el
terreno o sobre las personas.
Pues bien, estos precursores de los actuales
misioneros, patrocinados por don Bosco, redujeron
el Paraguay a una especie de limbo de gente tonta.
Todo estaba allí regulado en plan frailuno.
Sonaba de noche una campanilla, la cual señalaba
que a aquella hora, y no antes, ni después, todos
los maridos paraguayos debían acordarse de que lo
eran.
En consecuencia y precisamente por este vicio
de origen, Paraguay fue la región americana más
reacia a la civilización. Cayó bajo feroces
tiranías y permaneció hasta hace poco cerrada para
Europa y para el resto de América, más que Japón y
China.
Y estaría Paraguay todavía peor que Patagonia,
si los jesuitas, que se habían hecho los amos, no
hubieran sido expulsados.
Para expulsarlos fue menester la intervención
del mundo civilizado, que se sintió sacudido por
el eco de los horrores, crueldades, inmoralidades
inauditas y la quiebra dolosa de varias Casas
comerciales implantadas por los mismos jesuitas y
por su cuenta.
Los misioneros italianos no nos hacen mucho
bien a nosotros en Africa. Los que van a Túnez, a
Trípoli, a Argelia, donde podrían ejercer con más
fruto una influencia civil, son enemigos de Italia
y hacen política antipatriótica, instigados por el
Vaticano, el cual -como ya hemos dicho muchas
veces- ha entregado todas las misiones al cardenal
francés Lavigerie, temiendo y hasta detestando
toda influencia italiana.
Cuando hay uno que vale, el Vaticano se da
prisa para cambiarlo. Informe monseñor Sutter.
Nosotros no necesitamos enviar sacerdotes a
América del Sur. Ya hay en aquellas regiones
muchos italianos que, con su trabajo y su
esfuerzo, honran a la madre patria y nos producen
grandes ganancias. Enviemos allí obreros bien
preparados, labradores, comerciantes activos e
inteligentes. Sólo entonces honraremos nuestro
nombre y
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