((**Es18.592**)
Bosco. Sacerdote de don Bosco, pensaba yo, o
seglar; puesto que no estaba totalmente decidido,
aunque don Bosco me hubiese dicho que convenía
probar.
Y ya lo he probado. Volví al Oratorio con ánimo
indiferente, hice dos días de ejercicios en Lanzo,
de mala gana, y muy mal. Se me preguntó si quería
entrar como novicio en la Congregación, y no dije
que sí ni que no; fui novicio, y todos pensaban
que lubenti animo (de buen grado) vestiría la
sotana en cualquier momento. Pero mi cabeza andaba
por otro lado. Compré por aquellos días las Vidas
de Plutarco y me gustaban tanto, que las leía
hasta durante la meditación. Con la lectura de
aquellas Vidas llegué al colmo de mi indiferencia
religiosa, al extremo de que, embebido en las
empresas de aquellos paganos, las prácticas de
piedad, las lecturas espirituales, la meditación y
las oraciones me resultaban algo sin sentido e
insípido.
Y, sin embargo, fue aquél el momento en que
vestí la sotana clerical. Aquel hábito me
resultaba un reproche, y, confundido y humillado,
aunque débilmente, me propuse respetarlo, de modo
que si un día tenía que dejarlo, por incapacidad
para continuar en el santuario, lo dejase al menos
con honor. Con estas disposiciones empecé el
noviciado.
Pero el noviciado no fue para mí una
preparación para la vida y las virtudes del
religioso. >>Cómo podía serlo, si yo no era
entonces más que ((**It18.689**)) un
cristiano por estar bautizado? Para mí fue un
catecumenado, una vuelta al cristianismo, a los
principios, a las primeras virtudes cristianas.
Por vez primera me di cuenta en aquel tiempo del
espíritu del cristianismo, espíritu de abnegación,
de mortificación, de sacrificio, de lucha contra
el hombre viejo. Estas palabras, que resonaban
frecuentemente en mis oídos en las conferencias,
lecturas y meditaciones, me ofendían,
especialmente al principio, y no me convencía más
que a duras penas, a la fuerza, y haciendo en mi
corazón muchas excepciones y condiciones ante
aquellos mandatos tan severos y precisos del
Evangelio.
Comencé entonces a leer el Evangelio y leí
también a Calmet 1; pero mi predilección durante
este año fue todavía por los libros profanos. En
este punto no admitía renuncias; volvía a leer y
leía a Homero, Horacio y Virgilio. Don Julio
Barberis, con su inmensa paciencia, y pro bono
pacis, toleraba mi actuación, pero su silencio
resignado me preocupaba. Veía lo muy vulgar que
resultaba disgustar a una persona tan paciente; me
venían dudas de si no sería mejor emplear el
tiempo en otras lecturas. En fin, poquito a poco y
sin darme cuenta, perdí aquel ardor febril por
todo lo que era literatura pagana, y como deseaba
resolver las infinitas dudas en torno a la fe, a
la religión, a la moral, que me atormentaban desde
el primer año, empecé a leer libros de discusión
sobre los dogmas, la religión, el origen del
hombre, el poder temporal del Papa y muchas otras
cuestiones semejantes, que se multiplicaban en mi
mente.
No tenía opiniones preconcebidas sobre estas
lecturas; únicamente quería salir de aquella
fuerte muralla de dudas que no me dejaban vivir en
paz; mi disposición era la de conocer la verdad
con ánimo sincero, puesto que la necesidad que
entonces sentía, también lo había sentido durante
los dos años anteriores y era la de una doctrina
sólida y profunda sobre la religión. No la adquirí
aquel año, ni tampoco después, pero empecé a
enderezar mis aspiraciones.
Las prácticas de piedad, que volví de nuevo a
gustar, no eran suficientes por sí solas: quería
que tuviesen un fundamento doctrinal, una base
segura, y no la mudable
1 Calmet: docto benedictino francés. Quizás se
alude aquí a su Historia del Antiguo y del Nuevo
Testamento.
(**Es18.592**))
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