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Verdad es que se predicaba que el catecismo es
lo más importante: pero no eran más que palabras.
Se decía, además, lo recuerdo, una o dos veces al
año, cuando se anunciaban los exámenes de
catecismo, que suelen preceder a los demás
exámenes en los colegios de don Bosco.
Así que yo, cuando más lo necesitaba, no tuve
una sólida doctrina, una sólida ciencia de la
religión. No la conocí, y la desprecié y consideré
como algo de poca importancia. La teología, los
libros de piedad, las vidas de santos eran para mí
algo que, en cierto modo, desairaba y que no me
preocupaba. >>Qué eran para mí los santos? Hombres
de escasa importancia. Mis ideales, mis hombres
grandes, mis héroes eran Cicerón, el Africano,
Aníbal. Entre ellos andaba mi pensamiento y mi
fantasía y mi corazón, hasta en la iglesia,
durante la misa y la bendición, cuando estaba
expuesto sobre el altar Nuestro Señor: en mi
corazón había tinieblas y hielo.
Hacia el fin de quinto curso, había olvidado
parte de la oración dominical y pronunciaba mal el
resto; lo mismo sucedía con el avemaría. Recuerdo
que también entonces atribuí a este olvido de las
cosas sagradas el poco éxito en los exámenes;
recuerdo que estaba examinándome de lengua
italiana y que, como no respondiese bien, el
examinador se enfadó, y yo oía una voz interna que
me decía: -Ya lo ves, íel padrenuestro olvidado!
>>Pero cómo no olvidarlo? Aquellas siete santas
peticiones eran para mí un sonido, cuyo
significado no comprendía. Lo mismo me sucedía con
los salmos e himnos de la iglesia: no los
entendía, no me preocupaba por entenderlos, no me
gustaban. Solamente cuando llegué a clérigo,
emprendí la gran labor de buscar en el diccionario
el significado de aquel cernui (la inclinación de
cabeza), que todos los días oía cantar en la
iglesia y que nunca me había preocupado, durante
los cinco años de bachillerato, por saber qué
quería decir.
Y aún hay más: había palabras latinas que, sólo
porque se encontraban en los salmos, en los himnos
de El Joven Instruido, ya no me gustaban y se me
antojaba que no eran clásicas. Oía a veces hablar
de los escritos de los santos, de los doctores, de
los Padres, especialmente de San Agustín y de San
Jerónimo. Yo que no los había ni siquiera visto,
ni me los habían nombrado en clase, decía para mí:
-íBah! íQué van a haber escrito éstos mejor que
Cicerón y que Salustio!
Lo cual quiere decir que tampoco el estudio era
una cosa extraordinaria: era digno de la piedad
que entonces se tenía: deficiente ésta y
deficiente aquél. >>Pueden imaginarse unos
estudios más pobres, más estériles que hacer
consistir la literatura en las palabras, en las
frases y en la forma nada más? Y, sin embargo, en
cinco años sólo me preocupé de buscar palabras y
frases. En el primer curso rebusqué en un
vocabulario italiano todos los modos elegantes de
decir: puse tanto empeño en ese trabajo que,
((**It18.687**)) hasta
dejaba de ir al paseo de los jueves, para estar
tres y cuatro horas seguidas en una aula, haciendo
la selección. Por suerte, al ir de vacaciones a
casa, todos mis cuadernos de frases fueron a parar
al fuego, ya que una de mis hermanas los tomó por
papel sucio: y en efecto lo eran.
Durante el segundo curso leí todas las obras
del P. Bresciani, a quien Dios perdone el precioso
tiempo que hizo perder a tantos pobres muchachos.
Al fin del año me di cuenta de que aquella lectura
me había traicionado. Pero ya era tarde: menos mal
que hice el propósito de declarar la guerra a
aquellos libros, si llegaba a verlos en manos de
mis compañeros, y lo cumplí, y aplaudía a don
Bosco que había prohibido en aquel tiempo que
estuviesen en su librería o se vendiesen tales
libros.
Pero estaba falto de un guía y me dejé
engatusar siempre por libros semejantes. El
aburrimiento y el hastío que me produjo la lectura
de Guidi, Chiabrera, Filicaia,
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