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((**Es18.590**) Verdad es que se predicaba que el catecismo es lo más importante: pero no eran más que palabras. Se decía, además, lo recuerdo, una o dos veces al año, cuando se anunciaban los exámenes de catecismo, que suelen preceder a los demás exámenes en los colegios de don Bosco. Así que yo, cuando más lo necesitaba, no tuve una sólida doctrina, una sólida ciencia de la religión. No la conocí, y la desprecié y consideré como algo de poca importancia. La teología, los libros de piedad, las vidas de santos eran para mí algo que, en cierto modo, desairaba y que no me preocupaba. >>Qué eran para mí los santos? Hombres de escasa importancia. Mis ideales, mis hombres grandes, mis héroes eran Cicerón, el Africano, Aníbal. Entre ellos andaba mi pensamiento y mi fantasía y mi corazón, hasta en la iglesia, durante la misa y la bendición, cuando estaba expuesto sobre el altar Nuestro Señor: en mi corazón había tinieblas y hielo. Hacia el fin de quinto curso, había olvidado parte de la oración dominical y pronunciaba mal el resto; lo mismo sucedía con el avemaría. Recuerdo que también entonces atribuí a este olvido de las cosas sagradas el poco éxito en los exámenes; recuerdo que estaba examinándome de lengua italiana y que, como no respondiese bien, el examinador se enfadó, y yo oía una voz interna que me decía: -Ya lo ves, íel padrenuestro olvidado! >>Pero cómo no olvidarlo? Aquellas siete santas peticiones eran para mí un sonido, cuyo significado no comprendía. Lo mismo me sucedía con los salmos e himnos de la iglesia: no los entendía, no me preocupaba por entenderlos, no me gustaban. Solamente cuando llegué a clérigo, emprendí la gran labor de buscar en el diccionario el significado de aquel cernui (la inclinación de cabeza), que todos los días oía cantar en la iglesia y que nunca me había preocupado, durante los cinco años de bachillerato, por saber qué quería decir. Y aún hay más: había palabras latinas que, sólo porque se encontraban en los salmos, en los himnos de El Joven Instruido, ya no me gustaban y se me antojaba que no eran clásicas. Oía a veces hablar de los escritos de los santos, de los doctores, de los Padres, especialmente de San Agustín y de San Jerónimo. Yo que no los había ni siquiera visto, ni me los habían nombrado en clase, decía para mí: -íBah! íQué van a haber escrito éstos mejor que Cicerón y que Salustio! Lo cual quiere decir que tampoco el estudio era una cosa extraordinaria: era digno de la piedad que entonces se tenía: deficiente ésta y deficiente aquél. >>Pueden imaginarse unos estudios más pobres, más estériles que hacer consistir la literatura en las palabras, en las frases y en la forma nada más? Y, sin embargo, en cinco años sólo me preocupé de buscar palabras y frases. En el primer curso rebusqué en un vocabulario italiano todos los modos elegantes de decir: puse tanto empeño en ese trabajo que, ((**It18.687**)) hasta dejaba de ir al paseo de los jueves, para estar tres y cuatro horas seguidas en una aula, haciendo la selección. Por suerte, al ir de vacaciones a casa, todos mis cuadernos de frases fueron a parar al fuego, ya que una de mis hermanas los tomó por papel sucio: y en efecto lo eran. Durante el segundo curso leí todas las obras del P. Bresciani, a quien Dios perdone el precioso tiempo que hizo perder a tantos pobres muchachos. Al fin del año me di cuenta de que aquella lectura me había traicionado. Pero ya era tarde: menos mal que hice el propósito de declarar la guerra a aquellos libros, si llegaba a verlos en manos de mis compañeros, y lo cumplí, y aplaudía a don Bosco que había prohibido en aquel tiempo que estuviesen en su librería o se vendiesen tales libros. Pero estaba falto de un guía y me dejé engatusar siempre por libros semejantes. El aburrimiento y el hastío que me produjo la lectura de Guidi, Chiabrera, Filicaia, (**Es18.590**))
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