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como vulgarmente se dice; entonces estaba un poco
disgustado por ello, pero ahora no.
Durante los cinco cursos de Bachillerato, nunca
perdí las ganas de aprender, sino que creció en mí
el ansia de estudiar. >>Me hice mejor? Tengo que
pararme y explicar más despacio mi pensamiento.
Entré en el Oratorio con buenas disposiciones
morales y, si durante los tres primeros cursos de
bachillerato, no mejoraron, tampoco sufrieron
pérdida. Pero, al llegar al cuarto curso, los
quince de mi edad (1874-75), empecé a experimentar
en mí nuevos sentimientos. Antes obedecía, casi
espontáneamente, recibía los sacramentos sin
ningún esfuerzo y hasta con gusto; no me costaba
rezar, vivía tranquilo y en paz con todo el mundo.
Aquel año empezó a pesarme la obediencia; el
afecto que sentía por los superiores y maestros
empezó a enfriarse, más aún, a desconfiar,
exceptuando a don Bosco y a don Miguel Rúa, ante
los cuales siempre callé alguna voz, algún
sentimiento, menos recto. Eran muy grandes, y su
evidente santidad se hacía respetar naturalmente,
hasta en lo más secreto del corazón, por los
muchachos más indisciplinados.
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Abandoné un poco la frecuencia de los Sacramentos,
aunque no pasaba nunca quince días sin recibirlos,
y encontraba mucha dificultad para prepararme a
ello; me resultaba difícil rezar; en fin, ya no
tenía aquella paz profunda de antes en el corazón:
me invadía y me atormentaba un indefinible
sentimiento de descontento y malestar.
Aquel año había empezado a pensar en mi
porvenir. Este me parecía muy claro en el primer
curso: hacerme cura me parecía lo más fácil y lo
más bonito. Pero no así cuatro años más tarde. No
tenía ya aquella ingenuidad, aquella sencillez del
primer curso, cuando ingresé en el colegio.
La idea de hacerme sacerdote fue desapareciendo
de mi mente y no era muy aceptada por mi corazón.
No me espantaba el sacerdocio en sí mismo, sino
sus obligaciones, de las que se apartaba molesto
mi orgullo, que empezaba a desplegarse. Don
Miguel Rúa, a quien acostumbraba hasta entonces
abrir mi conciencia en la confesión, me aconsejó
que confiase en adelante mis secretos a don Bosco,
y obedecí; pero ello no impidió que fueran
aumentando las nubes en torno a mi corazón.
Nacían en mí deseos nuevos, nunca
experimentados con anterioridad, de más libertad;
sueños de una vida larga, cubierta de fama, de
honores y de gloria. Veía entonces la vanidad de
todo esto; pero no dejaban de excitarme aquellos
fantasmas. Acudía a mi mente el recuerdo de mi
madre, los trabajos de mi hermano mayor, la
enfermedad del segundo, mis dos hermanas, que se
ganaban la vida, aun siendo tan jovencitas;
pensaba en mi padre. Confieso que, ante aquellas
imágenes y recuerdos tan santos, disminuía mi
orgullo y volvía a la verdad de mi estado; mas por
poco tiempo, porque volvía la vanidad, se encendía
la fantasía y se recrudecían las luchas internas
con más vigor.
>>Por qué me pasaba aquello? Era una pregunta
que, si bien no me la hacía explicítamente, sin
embargo, rondaba desde entonces en mi mente y como
un reproche, ya que inmediatamente podía responder
mi conciencia que no era religioso, ni piadoso, ni
cristiano. Pero, >>de qué manera mermó y casi
desapareció en mí el sentimiento cristiano? Es una
cuestión más delicada y esencial y responderé
llanamente, como lo siento, tras haber pensado en
ello mucho tiempo.
La vida de un pobre estudiante se resume en dos
palabras: estudio y piedad; estudio, por cuanto es
hombre y está obligado a trabajar en su profesión:
piedad, por cuanto es cristiano. Mas no hay que
creer que estudio y piedad sean dos rivales que
luchen por alcanzar exclusivamente el dominio en
el corazón de un estudiante; son
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