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fiesta de María Auxiliadora, el cual hacía
estudiar a muchos chicos, especialmente para
seguir la carrera eclesiástica.
Yo quería estudiar: pero nunca había pensado en
hacerme cura; no porque sintiese aversión a ello,
sino porque pensaba que no se podían hacer curas
más que los ricos, pues, en efecto, los que yo
conocía eran más o menos ricos y de familias
pudientes, por lo cual nunca soñé con ello; y, si
alguna vez lo pensaba, apartaba enseguida el
pensamiento diciendo: -Esto no lo podré conseguir
nunca, así que tranquilo. -Y, sacudiendo la cabeza
y riendo, lo mandaba a paseo.
Recuerdo que aquella proposición suscitó en mí
muchas y muy diferentes ideas.Era un mundo nuevo
para mí, y, como suspendido ante aquella
maravilla, no supe qué responder. Mi madre, que se
dio cuenta de que yo no me oponía, se lo dijo a la
señora Casati y le dio las gracias por mí, con
aquel su corazón de madre y mujer sencilla, que no
sabía hablar, pero que, aun sin palabras,
manifestaba muy bien sus sentimientos.
Yo, embelesado con la idea, y sin saber qué
decir, no supe manifestar mi agradecimiento hasta
después. Cuando mi madre me presentó a la Señora y
le dijo con un tono de complacencia y alegría:
-Aquí tiene al estudiante, yo quedé acobardado y
abrumado. Pero la Señora lo comprendió y se alegró
mucho.
Durante los dos meses que todavía estuve en
casa, me envió a clase con un excelente sacerdote
del pueblo, el reverendo Graselli, que estudiaba
entonces la carrera de letras en la Universidad de
Turín. No olvidaré jamás aquellas clases, aunque
duraron tan poquito tiempo. Me causaron honda
impresión la gran caridad y bondad de aquel
sacerdote, a quien me acercaba por vez primera.
Porque, hay que decirlo, los sacerdotes de
entonces tenían un aire algo aristocrático y
mantenían cierta distancia con los pobres. A pesar
de ello, la gente buena los respetaba y hasta los
veneraba, y yo hacía lo mismo, pero no los amaba.
Los respetaba, sí, mas mi corazón estaba lejos de
ellos, como ellos lo estaban de mí.
Por eso, al ver a aquel sacerdote, y un
sacerdote joven, que sin descanso, me hablaba
sencillamente como un hombre a otro hombre, y casi
como un pobre a otro pobre, me llamó mucho la
atención y me hizo entender que los sacerdotes no
eran ((**It18.682**)) todos
iguales, como yo me había imaginado, sino que hay
que saber distinguir entre curas y curas.
El párroco nos trataba a los muchachos
bruscamente y yo no lo veía como padre, sino algo
así como un verdugo: cuando lo veía pasar, me
causaba la misma impresión que los carabineros. Y
en la iglesia me parecía lo mismo, hasta en el
confesonario. Recuerdo que, con ocasión de recibir
la Confirmación, vivía yo entonces con mis tíos 1,
me presenté a confesarme cuando los demás ya lo
habían hecho, y me recibió con una cara tan dura,
que me quedé helado ante aquel ceño.
->>Y había que esperar hasta ahora para
confesarse?, fueron las primeras palabras que me
dirigió, cerrando, o mejor, dándome con la puerta
del confesonario en la cara.
No lo olvido; no conservo odio, no; pero sí
guardo el recuerdo del mal efecto que todo esto me
hizo.
Así que aquel joven sacerdote fue para mí una
verdadera gracia del Señor; vi en él, por vez
primera, uno de los multiformes aspectos de la
caridad sacerdotal, de los que pronto vería una
imagen viva y completa en don Bosco.
1 Después de la muerte de su padre, fue a vivir
con los parientes de su madre, en Crerunago.
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