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sacerdote José Manai, rector de Zerfaliu, diócesis
de Oristano, tenía hacía un año un fístula en el
ángulo del ojo izquierdo que frecuentemente se le
inflamaba y le hacía llorar, impidiéndole
distinguir con nitidez los objetos. Médicos muy
doctos no le daban esperanza de curación, si no se
sometía a una operación, que no le permitiría
celebrar la Misa durante algunos meses. Como era
cooperador salesiano, logró que le enviaran del
Oratorio uno de aquellos trocitos de lienzo usado
por don Bosco en su última enfermedad. Lo recibió
a últimos de abril, y le rezó así a don Bosco:
-Oh Padre don Bosco, yo creo firmemente que
estás en el Cielo, y si esto es verdad, haz que mi
mal desaparezca en el menor tiempo posible.
Y dicho esto, tomó la reliquia y tocó con ella
el ojo enfermo. Fue cosa de un instante; la
hinchazón y la fístula desaparecieron sin que
después se notara el menor vestigio.
Con el otoño de 1888 le llegó a la Casa Madre
de las Hijas de María Auxiliadora en Nizza
Monferrato una bendición de don Bosco. Un caso de
difteria es para sembrar el pánico en una
comunidad, donde se reúnan varios centenares de
muchachas. Allí fue atacada de este terrible mal
sor Josefina Camusso, al acercarse el invierno. Si
hubiera llegado a conocimiento de las autoridades,
se hubieran visto en la necesidad de ordenar la
inmediata clausura del centro. En tan peligrosa
situación las Superioras tomaron con toda su fe un
pañuelo que había usado don Bosco y lo arrollaron
al cuello de la enferma; además la Madre Vicaria
formó una bolita con un trocito de tela del santo,
la impregnó en agua y se la metió hasta la
garganta. Al contacto de las reliquias se paró la
altísima fiebre ((**It18.599**)) y el
termómetro empezó a bajar. El médico, que ya había
deshauciado aquel día a la religiosa, estupefacto
a la mañana siguiente ante el repentino cambio,
dijo que aquello era un milagro. Pocos días
después, volvía a su vida ordinaria Sor Josefina,
como si nada hubiera ocurrido.
Lo que sucedió en Portugal el ocho de diciembre
de 1888 no es un milagro ordinario, sino un
grandísimo milagro, como año y medio después lo
calificó el cardenal Luis Masella, prefecto de la
sagrada Congregación de Ritos. Sor María Josefa
Alves de Castro, religiosa dorotea, residente en
el colegio de Covilla, diócesis de Guarda, se puso
gravemente enferma en el mes de marzo. Se le
diagnosticó tuberculosis pulmonar. Desde el mes de
septiembre estaba la enferma tan falta de fuerzas
que no podía ni recostarse en la cama. Su confesor
extraordinario, el padre jesuita Nicolás
Rodríguez, que la vio entonces varias veces,
escribe que tenía un aspecto cadavérico. Un día le
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