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((**Es18.517**) sacerdote José Manai, rector de Zerfaliu, diócesis de Oristano, tenía hacía un año un fístula en el ángulo del ojo izquierdo que frecuentemente se le inflamaba y le hacía llorar, impidiéndole distinguir con nitidez los objetos. Médicos muy doctos no le daban esperanza de curación, si no se sometía a una operación, que no le permitiría celebrar la Misa durante algunos meses. Como era cooperador salesiano, logró que le enviaran del Oratorio uno de aquellos trocitos de lienzo usado por don Bosco en su última enfermedad. Lo recibió a últimos de abril, y le rezó así a don Bosco: -Oh Padre don Bosco, yo creo firmemente que estás en el Cielo, y si esto es verdad, haz que mi mal desaparezca en el menor tiempo posible. Y dicho esto, tomó la reliquia y tocó con ella el ojo enfermo. Fue cosa de un instante; la hinchazón y la fístula desaparecieron sin que después se notara el menor vestigio. Con el otoño de 1888 le llegó a la Casa Madre de las Hijas de María Auxiliadora en Nizza Monferrato una bendición de don Bosco. Un caso de difteria es para sembrar el pánico en una comunidad, donde se reúnan varios centenares de muchachas. Allí fue atacada de este terrible mal sor Josefina Camusso, al acercarse el invierno. Si hubiera llegado a conocimiento de las autoridades, se hubieran visto en la necesidad de ordenar la inmediata clausura del centro. En tan peligrosa situación las Superioras tomaron con toda su fe un pañuelo que había usado don Bosco y lo arrollaron al cuello de la enferma; además la Madre Vicaria formó una bolita con un trocito de tela del santo, la impregnó en agua y se la metió hasta la garganta. Al contacto de las reliquias se paró la altísima fiebre ((**It18.599**)) y el termómetro empezó a bajar. El médico, que ya había deshauciado aquel día a la religiosa, estupefacto a la mañana siguiente ante el repentino cambio, dijo que aquello era un milagro. Pocos días después, volvía a su vida ordinaria Sor Josefina, como si nada hubiera ocurrido. Lo que sucedió en Portugal el ocho de diciembre de 1888 no es un milagro ordinario, sino un grandísimo milagro, como año y medio después lo calificó el cardenal Luis Masella, prefecto de la sagrada Congregación de Ritos. Sor María Josefa Alves de Castro, religiosa dorotea, residente en el colegio de Covilla, diócesis de Guarda, se puso gravemente enferma en el mes de marzo. Se le diagnosticó tuberculosis pulmonar. Desde el mes de septiembre estaba la enferma tan falta de fuerzas que no podía ni recostarse en la cama. Su confesor extraordinario, el padre jesuita Nicolás Rodríguez, que la vio entonces varias veces, escribe que tenía un aspecto cadavérico. Un día le (**Es18.517**))
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