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dispuesto a ocultarlo en su propia habitación que,
por hallarse en la parte más alta y en un rincón
apartado de la casa, se prestaba a librarlo de las
pesquisas de los guardias. Pero quiso Dios que, a
las cuatro y media, llegara el documento, y todos
pudieron respirar tranquilos. Una hora después, un
coche fúnebre trasladaba el cadáver de don Bosco a
Valsálice. Antes de que colocaran encima el
féretro, don Miguel Rúa lo besó llorando. En el
cochecito que don Bosco utilizaba para sus paseos
vespertinos, iban detrás de él monseñor Cagliero,
don Juan Bonetti y don Antonio Sala, rezando el
rosario. Seguían otros dos coches, con un
inspector responsable y cuatro sepultureros. La
inseguridad que duró hasta el último instante y el
temor a cualquier mala pasada periodística habían
obligado a ocultar el traslado a los amigos y,
así, pudo efectuarse sin que nadie lo advirtiera.
Eran las seis de la tarde, cuando el coche
funerario entraba en el patio de Valsálice. Lo
recibieron los clérigos con velas encendidas y
acompañaron el féretro hasta la capilla, llevado a
hombros por ocho de ellos. Las órdenes que llevaba
el representante del Ayuntamiento eran que la
inhumación se hiciese aquella misma tarde y se
extendiese ((**It18.565**)) el
acta; pero los albañiles no habían terminado aún
de preparar el nicho.
Se procuró, en consecuencia, alargar cuanto se
pudo la ceremonia en la capilla, en donde,
concluidas las exequias, empezaron los clérigos a
cantar el oficio de difuntos. El inspector,
advertido el apuro, no mostró darse cuenta de
ello. Los hombres que debían atestiguar el
enterramiento fueron entretenidos, para ganar
tiempo, convidándolos a unas copas de buen vino;
así que, persuadidos de que el féretro de don
Bosco había sido colocado ya en su sepulcro,
firmaron el documento y se fueron. Su jefe,
acercándose a don Julio Barberis, le murmuró al
oído:
-Soy un antiguo alumno.
Y, dicho esto, le saludó y se marchó también.
Remotis arbitris (cuando se fueron los
testigos), el féretro fue depositado en un coro
pequeño, delante del cual se pusieron cortinas y
colgaduras, como de adornos festivos que
disimularan el escondite, y se prohibió hablar de
ello con nadie de fuera del colegio. El féretro
permaneció allí otros dos días. Las precauciones
tomadas impidieron que el hecho se filtrara al
exterior, con peligro de que cualquier mal
intencionado llamara la atención; las
consecuencias hubieran sido graves. Y esto era más
de temer por cuanto algunos periódicos malos, para
presionar a las autoridades, habían publicado con
aire de triunfo que, a pesar de las instancias,
súplicas e influencias de personas
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