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((**Es18.489**) dispuesto a ocultarlo en su propia habitación que, por hallarse en la parte más alta y en un rincón apartado de la casa, se prestaba a librarlo de las pesquisas de los guardias. Pero quiso Dios que, a las cuatro y media, llegara el documento, y todos pudieron respirar tranquilos. Una hora después, un coche fúnebre trasladaba el cadáver de don Bosco a Valsálice. Antes de que colocaran encima el féretro, don Miguel Rúa lo besó llorando. En el cochecito que don Bosco utilizaba para sus paseos vespertinos, iban detrás de él monseñor Cagliero, don Juan Bonetti y don Antonio Sala, rezando el rosario. Seguían otros dos coches, con un inspector responsable y cuatro sepultureros. La inseguridad que duró hasta el último instante y el temor a cualquier mala pasada periodística habían obligado a ocultar el traslado a los amigos y, así, pudo efectuarse sin que nadie lo advirtiera. Eran las seis de la tarde, cuando el coche funerario entraba en el patio de Valsálice. Lo recibieron los clérigos con velas encendidas y acompañaron el féretro hasta la capilla, llevado a hombros por ocho de ellos. Las órdenes que llevaba el representante del Ayuntamiento eran que la inhumación se hiciese aquella misma tarde y se extendiese ((**It18.565**)) el acta; pero los albañiles no habían terminado aún de preparar el nicho. Se procuró, en consecuencia, alargar cuanto se pudo la ceremonia en la capilla, en donde, concluidas las exequias, empezaron los clérigos a cantar el oficio de difuntos. El inspector, advertido el apuro, no mostró darse cuenta de ello. Los hombres que debían atestiguar el enterramiento fueron entretenidos, para ganar tiempo, convidándolos a unas copas de buen vino; así que, persuadidos de que el féretro de don Bosco había sido colocado ya en su sepulcro, firmaron el documento y se fueron. Su jefe, acercándose a don Julio Barberis, le murmuró al oído: -Soy un antiguo alumno. Y, dicho esto, le saludó y se marchó también. Remotis arbitris (cuando se fueron los testigos), el féretro fue depositado en un coro pequeño, delante del cual se pusieron cortinas y colgaduras, como de adornos festivos que disimularan el escondite, y se prohibió hablar de ello con nadie de fuera del colegio. El féretro permaneció allí otros dos días. Las precauciones tomadas impidieron que el hecho se filtrara al exterior, con peligro de que cualquier mal intencionado llamara la atención; las consecuencias hubieran sido graves. Y esto era más de temer por cuanto algunos periódicos malos, para presionar a las autoridades, habían publicado con aire de triunfo que, a pesar de las instancias, súplicas e influencias de personas (**Es18.489**))
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