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un cazo, él mismo, una vez hecha la mezcla del
sublimado y del agua en un cubo, impregnó con el
líquido el interior del ataúd con una esponja que
él empapaba y exprimía con sus propias manos.
Advirtióle don Celestino Durando que se quemaría
la piel, y él respondió que, así como ellos habían
cumplido su cometido, le permitieran a él
diligenciar el suyo, pues se sentía muy contento
de prestar aquel último servicio de un buen hijo a
su padre. Y, en efecto, le sobrevino una molestia
que le obligó a guardar cama diez días, por lo
mucho que aquello le afectó a sus manos. Y hasta
se le produjo fiebre.
Ya estaba todo a punto para el traslado del
féretro. Hacia las ((**It18.557**)) tres
de la tarde del día dos de febrero, se veía la
periferia de Turín casi desierta; por el
contrario, en los alrededores de Valdocco,
hormigueaba la gente por las calles que, según
habían anunciado los periódicos, debía pasar el
cortejo fúnebre. Desde tiempo inmemorial, no se
recordaba tan numeroso concurso de gente para
presenciar el entierro de un sencillo sacerdote.
El cálculo general elevó a doscientas mil las
personas que acudieron a honrar con su presencia a
don Bosco; y quien lo contempló y recuerda el
acontecimiento no encuentra exagerado el número.
Don Bosco recomendaba en unas notas suyas que sus
funerales fueran sencillos y deseaba que solamente
sus hijos despidieran sus restos; pero >>cómo
impedir la comparecencia de tantos como acudían,
irresistiblemente llevados por su gratitud, su
afecto y veneración?
El cortejo salió por la puerta de la iglesia de
María Auxiliadora, se dirigió por la derecha,
siguiendo la calle de Cottolengo, entró en el
paseo del Príncipe Oddone, dobló hacia la avenida
de Regina Margherita, recorriéndola hasta la calle
de Ariosto, por la cual volvió hacia el otro tramo
de la calle de Cottolengo, para entrar de nuevo en
la iglesia 1.
El féretro iba a hombros de ocho sacerdotes
salesianos. A su paso, se descubrían todos; muchos
se arrodillaban y, frecuentemente, se oía
exclamar: íEra un santo! Detrás del ataúd, entre
don Celestino Durando y don Antonio Sala, iba don
Miguel Rúa, con la cabeza inclinada y recogido en
su inmenso dolor; seguían detrás los otros
miembros del Capítulo Superior. Y, tras ellos, una
gran multitud de eclesiásticos y seglares, unos
para rendir personalmente homenaje al extinto y
otros como representantes de entidades o
personajes de la ciudad. No faltaban
representaciones del extranjero. Y flanqueaban
este largo séquito dos filas de servidores con
librea, portando las armas de las
1 Para el orden, véase Ap., Doc. 101.
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