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que toda la ciudad se volcó en el Oratorio. En el
interior de la casa, se mantenía una intensa
plegaria.
Continuamente se oía, como una consigna: íEra
un santo! Muchísimos entregaban medallas,
estampas, rosarios, pañuelos o devocionarios a un
sacerdote, para que tocaran el cuerpo del santo o
los colocase un instante sobre aquellas santas
manos. Reinaba la emoción y se veían muchas
lágrimas. Al atardecer creció tanto la afluencia
que hubo que suspender el pasar objetos sobre el
cadáver. La iglesia de María Auxiliadora estuvo
también atestada durante todo el día. A las ocho
se cerraron todas las puertas, pero más tarde fue
preciso volver a abrirlas para contentar a los
numerosos visitantes, llegados de distintos
pueblos del Piamonte.
((**It18.550**)) El
momento más conmovedor del día fue cuando, ya muy
tarde, los hijos de don Bosco dieron el último
adiós al cadáver de su amado Padre. A las nueve
fueron a la iglesita todos los alumnos del
Oratorio y rezaron, de rodillas en el suelo, las
oraciones; después, en medio de un silencio
imponente, se levantó don Juan Bautista Francesia
y dio las <> de costumbre a
aquellos centenares de alumnos.
->>Veis aquí, dijo, a nuestro Padre querido con
esa calma, esa tranquilidad y esa sonrisa que
aflora a sus labios? Parece que quiera hablaros y
vosotros casi esperáis que se ponga en pie y os
dirija la palabra. Mas, por desgracia, ya no puede
repetiros los dulces y santos consejos que tantas
veces os dio; ya no puede hablarnos. Por eso, los
Superiores me han mandado a mí para que haga sus
veces. Pero >>qué puedo yo deciros desde este
lugar, donde don Bosco hizo tanto por vosotros? No
haré más que repetir las últimas palabras que dijo
para vosotros. Al preguntarle qué recuerdo quería
dejar a sus muchachos, respondió: -Decidles que
los espero a todos en el Paraíso.
Era tan grande y tan íntimo el recogimiento de
todos que parecía oírse la respiración afanosa de
los oyentes. Y don Bosco, con la serena calma de
la muerte, parecía bendecir a sus amados hijos,
que no acertaban a separarse de él. Se dio la
señal de ponerse en movimiento para dirigirse cada
grupo a su dormitorio, y todos, como si no
hubiesen oído, permanecían allí quietos y
llorosos, contemplando por última vez el amable
rostro. Pusiéronse por fin en marcha para salir,
pero todos iban hasta la puerta con la cara vuelta
hacia atrás.
Durante toda la noche, velaron los Salesianos
el cadáver y rezaron ante él. Don Miguel Rúa
estuvo de rodillas largo rato, junto a él, absorto
en profunda meditación.
Antes de las ocho del jueves, día dos de
febrero, el cadáver fue
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