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venerado extinto y se puso entre sus manos juntas
el crucifijo que tantas veces había besado. Eran
las cuatro y cuarenta y cinco minutos. Tenía
setenta y dos años, más cinco meses y medio, de
edad.
Todos se arrodillaron para rezar el De
profundis, interrumpido por suspiros, gemidos y
sollozos. Si alguien debía hablar, ante el cadáver
inanimado, era precisamente don Miguel Rúa. Y se
expresó en estos términos:
-Nos hemos quedado doblemente huérfanos. Pero
consolémonos. Si hemos perdido un padre en la
tierra, hemos adquirido un protector en el cielo.
Mostrémonos dignos de él, siguiendo sus santos
ejemplos 1.
((**It18.543**)) La
habitación estuvo, hasta las diez de la mañana,
llena de Salesianos, que rezaban y se deshacían en
lágrimas. En el vano de la ventana, que se abría a
la izquierda de la cama a la galería cubierta, se
colocó una cruz entre cuatro velas encendidas.
Los alumnos rezaron el rosario de difuntos en
la misa de comunidad y todas las misas que se
celebraron fueron en sufragio del alma de don
Bosco. A las diez se cantó solemnemente la Misa de
funeral. En todos los rostros se veía impresa la
aflicción.
Mientras tanto, los enfermeros, asistidos,
dirigidos y ayudados por los doctores Albertotti y
Bonelli, que quisieron mostrar hasta el último
momento su vivísimo afecto por el amigo difunto,
lavaron su cuerpo, lo vistieron y, después de
rasurarle la barba Enría, lo colocaron en un
sillón de brazos. El fotógrafo Deasti y el pintor
Rollini sacaron su retrato en tal estado. Ya lo
habían fotografiado sobre el lecho en la misma
postura en que había expirado. No les pareció bien
a los Superiores consentir que se le sacara la
mascarilla, pues les repugnaba tener que
contemplar embadurnada de yeso la cara del Padre
amadísimo. Por el mismo motivo, tampoco se
permitió su embalsamamiento. El mismo doctor
Fissore había dicho:
1 Don Carlos Viglietti, que estaba más muerto
que vivo, fue invitado a retirarse. Fue a
descansar con sus familiares y también para ser
atendido especialmente por el doctor Vignolo, su
tío. Don Miguel Rúa encargó a don Juan Bonetti que
continuara el Diario, recogiendo las incidencias
más interesantes. Don Juan Bautista Lemoyne narra
un detalle singular. El reloj del campanario de la
iglesita interior de San Francisco se había parado
el 1865 y sus agujas estuvieron señalando durante
muchos años las cuatro y veinte. Lemoyne había
tomado nota de la hora exacta, pensando que
pudiera tener relación con el momento preciso en
que cesase la actividad vital de don Bosco,
paralizada por la muerte. Varios años después,
empezaron a girar de nuevo las agujas, porque
algunos muchachos externos subieron al campanario
y, para divertirse, pusieron en movimiento dicho
reloj. Pero Lemoyne, con aquella idea fija en su
mente, fue a observar el reloj la mañana de la
muerte de don Bosco y, con gran admiración por su
parte, vio que, después de tantas vueltas, el
reloj había vuelto a pararse en las cuatro y
veinte.
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