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la colcha. Un crucifijo cubría su pecho, apretaba
otro con la izquierda y, a los pies del lecho,
pendía la estola morada, insignia de su
sacerdocio.
Sus hijos se acercaban llorando, de puntillas,
se arrodillaban a su lado y besaban por última vez
aquella mano que tantas veces se había levantado
sobre ellos en el sacramento del perdón. Se
acercaron también los residentes en los colegios
próximos de San Juan, Valsálice y San Benigno. Con
ellos se alternaban los alumnos de los cursos
superiores y aprendices mayores. Todo el día duró
la triste y conmovedora procesión. La mayoría
llevaba medallas, crucifijos, rosarios o estampas,
que pasaban sobre su cuerpo para conservarlos como
recuerdos bendecidos y estimados.
Se recibió un telegrama de la república del
Ecuador, comunicando la llegada de los primeros
salesianos a Guayaquil. Don Miguel Rúa se lo dijo,
hablándole como se hace con quien es duro de
oídos. A alguno le pareció que abrió los ojos,
levantando sus pupilas al cielo.
A las doce y cuarenta y cinco, habiendo quedado
solos un momento, junto a su lecho, el secretario
y José Buzzetti, abrió los ojos de par en par,
miró largo tiempo y por dos veces a don Carlos
Viglietti y, levantando la mano izquierda que
tenía expedita, se la posó sobre la cabeza. Ante
aquel gesto, José Buzzetti se puso a llorar y
exclamó:
-Son los últimos adioses...
Volvió después a la inmovilidad de antes. El
secretario continuaba repitiéndole jaculatorias.
Se alternaron ((**It18.541**)) acto
seguido, en aquel piadoso cuidado monseñor
Cagliero y monseñor Leto. Don Francisco Dalmazzo
le dio la bendición de los agonizantes y recitó
las preces correspondientes.
Hacia las cuatro de la tarde, llegó para verle
el conde Radicati, gran bienhechor del Oratorio.
Su padre, Eugenio Francisco, compañero de don
Bosco en Chieri, estuvo más de una hora llorando
en un rincón de la habitación. A las seis, se
presentó don Francisco Giacomelli, se puso la
estola y recitó algunas preces del ritual. Ya muy
tarde, como no parecía tan inminente la muerte,
algunos Superiores se retiraron, pero don Miguel
Rúa y otros no se movieron. Don Bosco continuaba
inmóvil y con respiración afanosa; así estuvo toda
la noche. En la archidiócesis de Turín se
conmemoraba el oficio de la Oración de Jesús en el
Huerto, cuando el Redentor, con tres discípulos
cerca, agonizaba y sudaba sangre. Don Bosco,
rodeado de sus primeros y principales discípulos,
se encontraba en penosa agonía y el sudor de la
muerte bañaba su frente.
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