((**Es18.431**)consulta
de los doctores, pudo entrar a saludar a don Bosco
y despedirse. Se hincó de rodillas, junto al
lecho, el viejo discípulo, casi extático, y no
pudo articular más palabras que: -íDon Bosco! íDon
Bosco!
Pero, en el acento, se transparentaba toda su
alma. El Santo levantó su mano, bendijo a padre e
hijo y, después, alzó los ojos al cielo, dando a
entender que los esperaba allí. Cuando salieron,
llamó a don Miguel Rúa y le susurró con un hilo de
voz:
-Ya sabes que tiene escasa fortuna. Págales el
viaje en mi nombre.
El cardenal Alimonda debía ir a Roma muy pronto
para el jubileo papal; pero no tuvo ánimos para
alejarse de Turín sin volver a visitar a don
Bosco. Como quiera que los médicos le habían
prescrito absoluto silencio, quedaron prohibidas
todas las visitas, hasta las de las personas de la
Casa; por eso, al volver de nuevo el Cardenal,
resignóse al doloroso sacrificio de no verle ni
hablarle ya, limitándose a pedir información desde
abajo, sin subir las escaleras. Pero entonces se
quebrantó la consigna. Y, apenas vio con sus
propios ojos los efectos de la enfermedad, no pudo
contener el llanto. Lo abrazó y besó dos veces y,
por fin, lo bendijo. ((**It18.497**)) De
allí a poco, le fue también franqueada la entrada
a la Superiora General de las Hijas de María
Auxiliadora, llegada de Nizza Monferrato con una
de las Asistentas para visitar a don Bosco. El les
dio la bendición, indicando que la extendía a
todas las Casas y a todas las Hermanas.
-Salvad muchas almas, les dijo al despedirlas.
Con fecha del veintiséis, envió don Miguel Rúa
a los Salesianos la primera comunicación oficial
sobre la gravedad de don Bosco. Su breve circular
terminaba con estas palabras: <>.
La fiesta de San Juan Evangelista vino a añadir
sufrimiento a sufrimiento. Se hizo preciso, en
frase del cronista, <>
para poder atenderle. Su organismo desgastado y
maltrecho no se prestaba para los movimientos que
requería el médico. Le ayudaban a éste solamente
don Juan Bonetti y don Carlos Viglietti. El
paciente tenía la cabeza apoyada sobre el pecho de
este último. Le dieron tantas vueltas que, al
final, no podía ya aguantar más.
Pero no había terminado aún su trabajo. Se
trataba de cambiarlo de cama. Se llamó a don
Miguel Rúa, a don Domingo Belmonte y a don José
Leveratto. Y, mientras ellos discurrían con el
doctor Albertotti
(**Es18.431**))
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