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Habiéndose sentado junto a él el misionero don
Valentín Cassini, díjole al oído, tras el primer
saludo:
-Ya sé que tu madre está pasando apuros.
Háblame con franqueza y sólo a mí, para que nadie
se entere de tus intimidades. Ya te daré, sin que
nadie lo sepa, cuanto sea necesario.
Pedía a todos con interés noticias de su salud,
si estaban bien abrigados contra el frío, si
necesitaban algo. Preguntaba, y esto también a
monseñor Cagliero, cómo había pasado el día, qué
ocupaciones tenía cada uno, qué trabajo especial
llevaba entre manos. A los que le prestaban algún
servicio y le velaban, les manifestaba su temor de
que la privación del descanso y del recreo pudiera
perjudicar su salud. Pero los enfermeros eran
incansables.
((**It18.490**)) El
coadjutor Pedro Enría depuso en el ya citado
Proceso:
<>.
Era tan grande el cariño que sus hijos le
tenían que estaban prontos a cualquier sacrificio
por servirlo; pero también su corazón ardía en
amor paternal por ellos. Recuerda Lemoyne a este
propósito que, unos años antes, le había oído
decir:
-La única separación que sentiré, en punto de
muerte, será la de tener que separarme de
vosotros.
Esta caridad le empujaba a distraer la mente de
aquél a quien veía sufrir junto a su lecho. El día
veintitrés por la tarde, fue a visitarle don
Francisco Cerruti, a la misma hora en que los
muchachos merendaban, y como viera don Bosco que
no podía disimular su emoción, le preguntó medio
en broma, medio en serio:
->>Has merendado ya? Pregunta a Viglietti si ha
merendado también él.
Pero, en ese afecto suyo, había una cosa más
única que rara: quería a todos de tal modo que
cada uno pensaba ser su predilecto.
No han terminado aún las escenas de aquel día
veintitrés. Hubo una larga consulta entre el
médico de cabecera, Albertotti, y los doctores
Fissore y Vignolo. Colocaron la cama en medio de
la habitación. No encontraron en su organismo nada
preocupante y declararon que, por el momento, no
había ningún peligro próximo. El doctor Vignolo
quiso probar la fuerza del enfermo e insistió en
que le apretara la mano lo más fuerte que pudiera.
-Mire que le haré daño, doctor, le advirtió
sonriendo don Bosco.
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