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un tanto de consuelo a los corazones, excluyendo
la inminencia del desenlace pronosticado el día
anterior por el médico de cabecera, Albertotti. Y,
como lo más importante era que don Bosco se
alimentase, él mismo le preparó un caldo de
extracto de carne. Hízole después un
reconocimiento, durante una hora entera. Era
increíble la gran habilidad que poseía aquel
prestigioso doctor para animar a sus pacientes.
Aunque él mismo se encontraba enfermo, se levantó
de la cama para visitar a don Bosco y siguió
haciéndolo los días siguientes, prodigándole todos
los cuidados que una madre tiene con su hijito.
Don Bosco le manifestó, una y otra vez, con
lágrimas en los ojos, su profundo agradecimiento.
Todos los de casa participaban del ansia que
angustiaba a los Superiores. Los alumnos
estudiantes y aprendices se turnaban por grupos,
cada media hora, en la iglesia para pedir al Señor
día y noche la curación de don Bosco. Por su
parte, él se encomendaba a los Salesianos más
antiguos y a los Superiores, diciéndoles:
-Rogad por mí. Decid a todos los Salesianos que
recen por mí a fin de que muera en gracia de Dios.
No deseo más que eso.
Las alternativas de mejoría y empeoramiento se
sucedían por intervalos, más o menos largos. El
día veintitrés, hacia el mediodía, sintiéndose
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bastante mal y no pudiendo retener nada su
estómago, dijo al secretario:
-Procura que esté aquí, además de ti, otro
sacerdote. Necesito que haya uno preparado para
administrarme los Santos Oleos.
-Don Bosco, le respondió él, don Miguel Rúa
permanece siempre en la habitación de al lado. Por
lo demás, usted no está tan grave para hablar de
esta manera.
->>Se sabe, replicó don Bosco, se sabe aquí en
casa que yo estoy tan mal?
-Sí, don Bosco. No sólo se sabe aquí, sino en
todas las demás casas y ahora ya en todo el mundo;
y todos rezan por usted.
->>Para que yo me cure?... íYo me voy a la
eternidad!
A cuantos se le acercaban, les daba recuerdos,
como si ya estuviese en situación de despedirse
para siempre. A don Juan Bonetti, Catequista
General, le dijo, apretándole la mano:
-Sé siempre fuerte sostén de don Miguel Rúa.
Y, más tarde, al secretario:
-Haz que esté todo preparado para el Santo
Viático. Somos cristianos y debemos ofrecer a
Dios, de buen grado, la propia existencia.
Llegaron tres señores belgas, deseosos de
verlo. Permitió que entraran, a condición de que
rezaran por él. Los bendijo y exclamó:
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