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Entonces fijó con ternura sus ojos en los del
secretario y, al ver que lloraba, le dijo con una
sonrisa indescriptible:
-íPobre Carlitos! íQué niño eres! íNo
llores!... Ya te he dicho que éstas son las
últimas estampas sobre las que escribo.
Después, para complacerlo, cambió de tema y
continuó:
<>.
Y aquí volvió a los pensamientos que tanto
entristecían a Viglietti:
<((**It18.483**)) por
vosotros; hacedlo también vosotros por la
salvación de mi alma. -íOh, Virgen pía, da al alma
mía tu auxilio poderoso en punto de muerte! -En el
cielo se disfruta de todos los bienes para
siempre>>.
Y aquí dejó la pluma; tenía la mano muy
cansada.
Todas las ocupaciones que habían constituido su
forma habitual de vivir llegaron, una tras otra,
fatalmente a su término. Aquella mañana concedió
las últimas audiencias. Hacía cuarenta años que
dedicaba todas las mañanas a aconsejar, bendecir,
consolar, socorrer y alegrar a cuantos se
acercaban a él con este fin. Esta fue, sin duda,
una de las más laboriosas tareas de su vida. Ahora
ya se sentía tan agotado que parecía le iba a
faltar la respiración. La infinita serie de
visitas se cerró para siempre con la de la Condesa
de Soranzo Mocenigo. Eran las doce y media del día
veinte de diciembre.
Por la tarde dio su último paseo en coche. Por
vez primera, permitió a sus hijos, que se lo
suplicaban, que lo subieran en brazos en el
sillón. Lo acompañaban don Juan Bonetti y don
Carlos Viglietti,
(**Es18.418**))
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