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Bosco. Entraron en el Oratorio tres señoras,
acompañando a una pobre jovencita enferma, que a
duras penas se sostenía con las muletas.
Con el deseo de que don Bosco la bendijera, le
ayudaron a subir a la galería del segundo piso,
hasta llegar a la antecámara de don Bosco. El
secretario don Carlos Viglietti, que cuenta el
hecho en su diario, pasó varias veces ante ellas,
sin poder hacer caso a sus súplicas de que las
dejara entrar a ver a don Bosco; el Santo estaba
entretenido con muchos ilustres forasteros y no
era posible verle aquel día. Cansado por fin de
tantas súplicas y compadecido, las introdujo, y él
se quedó fuera, esperando que salieran para dar
paso a otros señores que esperaban. Pasaron unos
minutos y apareció de nuevo la muchacha, apoyada
todavía en las muletas. Don Carlos Viglietti no
supo jamás explicarse cómo le cruzó por la mente
la idea de ir a su encuentro ((**It18.359**)) y con
cierto aire familiar muy suyo, que más bien
parecía de reprensión, le dijo:
->>Pero cómo? >>Qué fe es ésta? íVenís a
recibir la bendición de don Bosco precisamente en
el día de María Auxiliadora y os marcháis lo mismo
que habéis venido! Fuera en seguida esas muletas,
caminad sin ellas e id a dejarlas en la sacristía.
Don Bosco no da sus bendiciones inútilmente.
La joven se quedó como aturdida, entregó las
muletas a su madre y bajó, aunque con trabajo, a
la sacristía, donde se encontró perfectamente
curada.
Dieciséis días después, tuvo este episodio una
segunda parte. Cierto canónigo de Torrione
Canavese, pueblo natal de la joven, fue el día
nueve de junio al Oratorio, acompañado del
canónigo Forcheri, secretario arzobispal, y ambos
narraron a don Bosco que el pueblo entero estaba
desconcertado. >>Qué había sucedido? La joven
había sido destinada por los médicos a una
amputación por gangrena; pero, al presentarse
éstos en el día establecido para proceder a la
operación, se la habían encontrado, con indecible
maravilla de todos, sin ningún indicio de mal. Los
dos sacerdotes, además, deseaban conocer a toda
costa al curita que, en la antesala de don Bosco,
había echado a la enferma un sermón tan eficaz,
que ella lo iba repitiendo a todos los vecinos.
Se lo preguntaron a don Bosco, quien respondió
que no podía ser otro más que don Carlos
Viglietti. Este, que no sabía nada, entró después
de la cena en el refectorio del Capítulo, para
acompañar a don Bosco a descansar y vio que le
recibían con alegría general. Don Bosco, que ya
había contado el caso a los Superiores, le dijo
entonces sonriendo:
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