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las necesidades en que se encontraba, mostrando su
confianza en que la Providencia le ayudaría. A la
mañana siguiente, dos señores, que nada sabían el
uno del otro y sin ponerse previamente de acuerdo,
le entregaron la cantidad que necesitaba para el
viaje. Después, cuando se dirigía a la estación,
he aquí que se le acercó otro señor y le entregó
un sobre diciéndole:
((**It18.353**)) -Es el
dinero para el viaje.
Eran cien liras más, que se sumaban a las otras
ciento que le habían dado cada uno de los otros
dos. Cayó del cielo a sus manos lo que él y sus
dos acompañantes necesitaban.
>>Qué pensaría al oír el silbido de la
locomotora y ver que el tren lo alejaba de Roma y,
sobre todo, cuando el ritmo de la marcha se
aceleraba y entendió que ya estaba fuera de los
muros aurelianos y que avanzaba por la inmensa
soledad del campo, más solitario entonces que en
la actualidad?
Había ido a Roma veinte veces. Es casi
imposible salir de Roma sin prometerse o al menos
desear que se repita la vuelta; pero esta vez no
pasaba por su mente el deseo de volver. Al
despedirse de las personas de su confianza, les
había dado el adiós definitivo, citándolas para un
encuentro en el paraíso. Le respondían que
abrigaban todavía la esperanza de volverlo a ver,
pero él insistía:
-Sí, espero que nos volveremos a ver en el
Paraíso 1.
Su primer viaje en 1858 fue memorable. Italia
estaba todavía en cierne y ni siquiera existía el
tren de Génova a Roma. Necesitó pasaporte, hizo
testamento ante notario y testigos y tuvo que
embarcarse hasta Civitavecchia. íQué tortura el
mareo! Al saltar de la diligencia, puso sus pies
sobre el suelo romano con la emoción de los
antiguos peregrinos. Fue aquélla la única vez que
visitó la ciudad.
Bajó a las Catacumbas de San Calixto, que se
empezaban a explorar, y subió hasta lo alto de la
cúpula de San Pedro. El conde De Maistre, en cuya
casa se hospedó, lo presentó a cuantos personajes
pudo y lo acompañó a los palacios cardenalicios.
Pío IX lo recibió dos veces en el Quirinal y otra
en el Vaticano; en aquellas audiencias le dio
algunas sugerencias para poner buenas bases a la
Pía Sociedad, firmó con su propia mano el borrador
de las Reglas y le dijo que escribiera sus sueños.
El joven clérigo, que entonces seguía como la
sombra al Siervo de Dios, lo tenía ahora sentado a
su lado, como Vicario suyo.
Desde el primer viaje hasta el segundo, pasaron
cerca de nueve
1 Loc. cit. núm. XIX. De pretioso obitu, & 161
(testigo don Miguel Rúa).
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