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había llevado años atrás a Valsálice a un hijo
suyo para educarlo, quiso que corriera a su cargo
durante los tres días la preparación de la mesa
para todos, en su propio jardín y con espléndida
abundancia;
más aún, su misma señora entregó a don José
Lazzero un sobre, rogándole se lo diera a don
Bosco: al abrirlo, vieron que contenía el dinero
necesario para pagar el viaje de ida y vuelta de
todo el grupo.
El triunfo de Génova fue un magnífico preludio
de las fiestas romanas. Partieron el día 11 por la
mañana para la gran ciudad hacia donde los
dejaremos ir, para volver a encontrar a don Bosco
en la iglesia del Sagrado Corazón.
El domingo, día ocho de mayo, se le tributó una
recepción invitando a comer a señores y monseñores
romanos y extranjeros, que se sentaron a la mesa
con don Bosco en una verdadera fiesta de familia.
Preocupaba a don Bosco dar a las fiestas, ya
inminentes, un carácter, digámoslo así,
internacional, para dar a entender que su
Congregación debería abrazar a todo el mundo y
porque todo el mundo había contribuido a la
construcción de la nueva iglesia. Hacia el final
del banquete tomó la palabra ((**It18.325**)) casi
solamente para recordar a Margotti. Tras él
hablaron otros varios en italiano, español,
francés, alemán e inglés.
Junto a él, hubo uno que tuvo la curiosidad de
saber qué lengua le gustaba más. El, sonriendo,
respondió:
-La lengua que más me gusta es la que me enseñó
mi madre, porque me costó poco trabajo aprenderla
y porque encuentro en ella más facilidad para
expresar mis ideas; además, no la olvido tan
fácilmente, como las otras lenguas...
Su respuesta se acogió con hilaridad general y
un aplauso 1.
Nótese, además, la delicadeza del Santo. El
ocho de mayo era la fiesta de la Aparición de San
Miguel Arcángel, día onomástico de don Miguel Rúa.
Había querido el Santo que aquella ocasión
sirviese para presentar en el ambiente romano a su
Vicario, el cual recibió felicitaciones y elogios
en los diversos brindis. Y no fue eso todo. En un
momento dado, se abrieron las puertas de la sala,
entraron los muchachos cantores de la casa y
cantaron un himno a don Miguel Rúa, compuesto
expresamente para aquella ocasión. Don Miguel Rúa
dio las gracias con una afectuosa sencillez de
lenguaje, que gustó a todos los comensales, y
terminó pidiendo permiso para poder distribuir un
dulce a cada uno de los cantores.
Seguía sin parar la concurrencia de visitas. El
día once por la mañana
1 Conviene recordar aquí un detalle narrado en
el volumen XIV, pág. 491, nota 2.
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