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También don Bosco sentía, en el 1887, que sus
días estaban contados. El había determinado que la
consagración de la iglesia se hiciera en abril;
pero quedaba todavía tanto ((**It18.320**)) por
hacer que, ni con otros seis meses, se podrían
concluir los trabajos. Por eso intentaban
persuadirlo de que convenía dejara la inauguración
para diciembre; pero él no quería darse a razones:
era absolutamente necesario no pasar más allá de
la mitad de mayo.
-Vete a Roma, dijo un día al ecónomo, don
Antonio Sala, y procura que esté todo arreglado
para el día catorce de mayo. Contrata obreros,
págales lo que pidan, dóblales, si es preciso, su
((**It18.321**)) paga
ordinaria, con tal de que la iglesia se pueda
abrir al culto para esa fecha.
->>Pero dónde encontrar los medios?, objetó don
Antonio Sala.
-No te preocupes de eso, gasta cuando sea
necesario.
->>Y si no están terminadas las pinturas?
-No importa; quédense como estén.
->>Y si no está concluido el altar mayor?
-Hágase uno provisional de madera.
Don Antono Sala obedeció. En Roma pareció a
todos que se quería un imposible. A la llegada de
don Bosco, se trabajó todavía más febrilmente. En
los doce días que siguieron, aquello era un
continuo ir y venir de obreros de toda clase. Unos
desarmaban los andamios, otros ultimaban los
pavimentos de marmol, quién preparaba los altares,
quién remataba los zócalos, quién ornamentaba con
colgaduras el presbiterio, donde sólo se había
conseguido colocar la mesa y sus escalones; como
no bastaba el día, se trabajaba también durante la
noche para los últimos preparativos. De haber
esperado a diciembre, don Bosco ciertamente no
hubiera podido ir a Roma, como ya lo había dicho
claramente.
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