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provechosa. Primero, le daba oportunidad para no
hacer el resto del viaje de un tirón, lo que le
habría cansado demasiado; y, después, al no ser
apenas conocido en aquella ciudad, esperaba
tomarse algún descanso antes de llegar a Roma,
donde preveía que no tendría un día de libertad.
Por esas razones hizo aquella parada con mucho
gusto.
En la estación de Arezzo tuvo un conmovedor
encuentro. El Jefe de estación, apenas lo vio y lo
reconoció, corrió a él, lo abrazó y después,
llorando de alegría, dijo a los que le rodeaban:
-Era yo un jovencito y andaba por las calles de
Turín sin padre ni madre. Este santo sacerdote me
recogió, me educó y me instruyó de modo que he
podido alcanzar el puesto que actualmente ocupo y,
después de Dios, sólo a él debo el poder comer el
pan honradamente.
Todos los que oyeron sus palabras quedaron tan
impresionados, que quisieron besar la mano del
Santo 1.
((**It18.312**)) El
Obispo, un hombre totalmente de Dios, que murió
pobre, aunque poseía una mesa abundantemente
provista, colmó a don Bosco de honores y
atenciones. Mandó a recibirle con un espléndido
coche, prestado por una noble familia de la
ciudad. Reunió en el obispado a todo el Seminario
para darle la bienvenida. Cenó con él y sus
acompañantes y, hacia la media noche, lo acompañó
él mismo a la habitación llamada de Pío VII y
siempre cerrada desde que el gran Pontífice, a su
vuelta triunfal a la Ciudad eterna, pasó allí la
noche. Un sacerdote joven, sorprendido por tal
agasajo, dijo a Monseñor:
->>Por qué tantos honores? Si fuese obispo o
cardenal, transeat; pero un simple sacerdote...
-Es más que un obispo, más que un cardenal, le
respondió; es un santo.
Aquel sacerdote, que se llamaba Angel Zipoli,
no podía imaginar entonces que, quince años
después, movido por el recuerdo del antiguo Santo,
huésped de su Obispo, renunciaría a puestos
honoríficos para formar parte de su familia
religiosa.
Don Bosco pasó en Arezzo en perfecta
tranquilidad todo el día veintinueve de abril, dio
al atardecer un paseíto con el Obispo por la
risueña campiña cercana, andando un poco a pie y
otro poco en coche, y le produjo notable alivio.
Cuando volvió a casa, su pensamiento voló al
Oratorio. Como estaba encima el mes de mayo, quiso
que Viglietti escribiera a don Juan Bautista
Lemoyne, manifestándole su deseo de que reuniese
en conferencia a los alumnos del cuarto curso y
les dijera
1 Rassegna Nazionale, día primero de febrero de
1915, pág. 366.
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