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verdaderamente hermoso, escribe Viglietti. Todas
las autoridades de La Spezia acudieron a
presentarle sus respetos y comieron con él. Eran
verdaderamente entusiastas de don Bosco, hablaban
de él con veneración y (...) se marcharon más
tarde con pena, profesándose humildes servidores
en todo lo que estuviera a su alcance, y la mayor
parte de ellos regresó a hacerle una visita>>.
Durante la comida, estuvo hablando estupendamente,
dejando admirados a los comensales, que lo
proclamaron hombre verdaderamente grande.
La mañana del día veinticinco la dedicó a los
Cooperadores, que no acudieron solos a escuchar la
palabra de don Miguel Rúa, sino acompañados de
distinguidos señores y de graduados de la marina
militar. Terminada la conferencia, don Bosco
impartió la bendición de María Auxiliadora;
después tomó asiento para dar gusto a la gente que
deseaba acercarse a él, besarle la mano y decirle
una palabra. Se le acercaron, entre otros, el
comandante Polino, comandante general del arsenal,
y los coroneles Castellaro y Scapparo; era un
acontecimiento del todo inaudito, en aquellos
tiempos en Italia, que oficiales de alta
graduación y funcionarios del Gobierno honrasen
públicamente a un sacerdote.
Hacia las cuatro de la tarde, fue la partida
hacia Pisa. El arzobispo, monseñor Capponi, envió
a la estación a su secretario para que lo
acompañara directamente al palacio episcopal,
donde quería que se hospedase; pero don Bosco se
excusó en razón de la prisa que tenía por llegar
aquel día a Florencia. También estuvieron allí los
Salesianos de Lucca, que apenas si pudieron
saludarle. En el nuevo tren encontró al obispo de
Arezzo, monseñor José Giusti, que le acompañó
hasta Florencia, donde, al despedirse, le arrancó
la promesa de que se detendría en su ciudad,
cuando prosiguiera el viaje a Roma.
En Florencia pensaban los Salesianos llevarlo
directamente a su casa; pero no tuvieron más
remedio que tomar en cuenta a la mamá florentina,
la condesa Uguccioni, la cual, impedida de todo
movimiento, ((**It18.310**)) había
enviado a la estación a unos parientes con orden
de acompañarlo a su palacio, en la calle de los
Avelli. Tenía paralizadas las piernas y no podía
dar un paso; estaba, además, atormentada con
angustias de espíritu y recibía siempre un alivio
muy grande con las cartas de don Bosco; pero mucho
más con su palabra.
Los tres días que pasó allí, celebró la misa en
su capilla privada.
Iban cada día a ayudarle la misa dos muchachos del
Colegio, acompañados por don Juan Filippa quien,
por tanto, se encontraba presente cuando las dos
venerandas personas se veían por la mañana y se
daban los buenos días a la puerta del pequeño
santuario de la casa, el
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