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Domingo Belmonte y don Carlos Viglietti, a Sestri
Ponente para visitar a la bienhechora Luisa
Cataldi. En el momento de despedirse, preguntóle
la señora:
-Dígame, don Bosco, >>qué tengo que hacer para
asegurar mi salvación eterna?
Es muy probable que ella se esperase un consejo
espiritual de vida ascética o quizás también una
palabra aseguradora; pero don Bosco, con cara
seria, le respondió:
-Usted, para salvarse, tendrá que llegar a ser
pobre como Job.
En forma hiperbólica repetía su ya conocido
concepto sobre la medida de la limosna que los
ricos están obligados a hacer, si no quieren
faltar ((**It18.307**)) a la
misión social que la divina Providencia les ha
confiado.
La buena señora quedó desconcertada ante
aquella respuesta, tanto que, de momento, quedóse
sin saber qué hacer ni qué decir. Cuando
estuvieron fuera de casa, don Domingo Belmonte,
que había estado en la antesala y había percibido
las últimas palabras de don Bosco al abrirse la
puerta, preguntóle cómo había tenido valor para
emplear aquel lenguaje con una persona que daba
tantas limosnas.
-Mira, le respondió don Bosco; nadie se atreve
a decir la verdad a los pudientes.
Para remachar y aclarar más el pensamiento de
don Bosco sobre la cuestión de la limosna no
estará fuera de propósito tomar nota aquí de una
manifestación suya, recordada recientemente en
Marsella. En el discurso que allí pronunció en la
distribución de premios a los alumnos del Oratorio
de San León, el señor Abeille, Presidente de la
Sociedad Marsellesa para la defensa del comercio,
contó un episodio, del que había sido testigo de
niño. Una de las veces que don Bosco visitaba la
casa de La Navarre, se trasladó a la vecina ciudad
de HyŠres, donde aceptó la hospitalidad que le
ofreció el señor Abeille, su padre. El buen señor
se maravillaba de la <>, hecha
por el Santo en la iglesia parroquial, después de
su sermoncito a los fieles; pues, al pasar él
mismo entre el auditorio con el cepillo en mano,
los señores vaciaban su cartera y muchas señoras,
no teniendo otra cosa que dar, metían alhajas
preciosas. Don Bosco, en vez de participar de su
admiración, encontraba la cosa naturalísima,
puesto que lo sobrante debía darse íntegramente
para caridad. Y hasta llegó a decir:
-Mire, señor Abeille, cuando usted haya
ahorrado cien francos al mes, y cien francos al
mes son mucho, lo restante debe dárselo a Dios.
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