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podía moverse. Hubo que desnudarlo y ponerle en
cama, como a un niño. Al día siguiente, no pudo
celebrar la santa misa. Se levantó tarde, desayunó
un poquito, pero no lo retuvo. Hacía el mediodía
recuperó algo las fuerzas, de modo que, cobrando
ánimos y diciendo que se sentía mejor, fue a comer
con los demás; pero se vio obligado a acostarse
muy temprano. El día siete, jueves santo, celebró
la misa en su capilla privada, donde, después de
dar la comunión a los secretarios, reservó las
sagradas especies, porque quería comulgar al día
siguiente.
A mediados de abril, se encontraba en Turín el
príncipe Augusto Czartoryski. Enterado de que la
salud de don Bosco declinaba cada vez más, había
decidido hacer un retiro espiritual bajo su
dirección, para poder decidir definitivamente su
porvenir. En los numerosos coloquios que con él
tuvo, multiplicó las insistencias para ser
aceptado en seguida entre los Salesianos. Don
Bosco, alabando siempre su propósito de abandonar
el mundo para abrazar la vida religiosa, lo
invitaba a que recapacitase si no le convenía más
entrar en la Compañía de Jesús o en la Orden
Carmelitana; pero el noble señor, que había
visitado muchas comunidades religiosas, decía que
en ninguna parte, fuera de la Congregación
Salesiana, le parecía que podría encontrar la paz
por tanto tiempo suspirada.
-La Congregación Salesiana no está hecha para
usted, le repetía el Santo.
Era la última prueba ((**It18.302**)) a la
que Dios sometía a aquella alma elegida. Fiel a la
gracia y sostenido por una confianza
inquebrantable en el auxilio divino, volvía
siempre en todos los coloquios al mismo punto.
Finalmente, imploró su bendición y partió para
Roma, precediendo en algunos días a la llegada del
Siervo de Dios, junto al cual lo encontramos de
nuevo; porque don Bosco estaba absolutamente
resuelto a afrontar aquel viaje para asistir a la
consagración de la iglesia del Sagrado Corazón.
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