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avezado a recibir, más que a dar. Hoy han cambiado
las cosas y día tras día se nos merma lo poco que
poseemos con las contribuciones que exige el nuevo
gobierno. A pesar de ello, se sostienen en Roma
las obras de caridad como antes. >>Y quién las
sostiene? El pueblo romano. Estáis viendo con qué
magnificencia se adornan nuestras iglesias: >>y
quién prodiga estos tesoros? El pueblo romano. Los
altares de la Virgen resplandecen con el fulgor de
tantas luces, alegran a los devotos con tantas
flores: y >>quién ofrece su óbolo para honrar a la
Madre de Dios? El pueblo romano. Y hay patricios
que dan de limosna hasta cien mil liras de una
vez.
Parecería, pues, que tendrían que bastaros las
obras buenas que ya hacéis, señores cooperadores y
señoras cooperadoras de Roma. Imponeros nuevas
cargas podría parecer algo inoportuno. Pero yo
conozco vuestra generosidad. Los romanos no
dejarán, sin duda, a don Bosco solo en esta
empresa, sino que contribuirán con su fe y
caridad, cuya fama corre por el mundo. Sí,
socorred también esta obra en la medida de
vuestros medios y aun con algo más. Vosotros
mismos veis la necesidad que hay de una iglesia en
el nuevo barrio tan poblado, la necesidad de un
hospicio para tantos muchachos pobres. Contribuid
también a ayudar a los Salesianos en esta empresa,
que les confía la Providencia de Dios por manos
del Sumo Pontífice. No temáis por vosotros ni por
vuestros seres queridos, pues, si necesario fuere,
Dios echará mano también de los portentos para
premiar vuestra caridad. Merced a vuestra
cooperación, se podrá repetir con más razón que el
siglo, atraído por el fulgor de las obras de la
caridad, ha confesado la verdad de nuestra
santísima religión y quedó prendado de ella: et
nos cognovimus et credidimus caritati.
Un precioso motete cantado por las nobles
Oblatas y la bendición eucarística, impartida por
monseñor Kirby, pusieron término a la ceremonia.
Don Bosco, así que estuvo de vuelta en casa, pensó
inmediatamente en los preparativos para la
audiencia pontificia.
Era una audiencia que le tocó esperar mucho. La
había pedido por escrito a monseñor Macchi el día
veintitrés de abril. El portador de la carta había
recibido el encargo de preguntar al maestro de
Cámara cuándo podía volver para la contestación,
((**It17.96**)) pero
Monseñor le dijo que no tendría que molestarse,
pues él mismo enviaría, dentro de uno o dos días,
la tarjeta de entrada a don Bosco, al cual,
mientras tanto, mandaba sus saludos. Pasaron los
dos días y no llegó la contestación. Y, sin
embargo, el predicador cuaresmal siciliano Di
Pietro, que había predicado en Turín y a su paso
por Roma se hospedó en el Sagrado Corazón, obtuvo
enseguida la audiencia el día veinticinco por
medio de monseñor Macchi. A pesar de todo, don
Bosco se animó, al oír de su huésped que en la
audiencia, que duró cerca de hora y media, el Papa
le había pedido noticias de él, de su salud y
particularmente de sus ojos, hablando de él con
mucha amabilidad 1.
1 El sacerdote Salvador Di Pietro, de Palermo,
escribía en una carta del 9 de febrero de 1888:
<(**Es17.90**))
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